
Hay momentos transversales a nosotros que, por su gran carga histórica, nunca se olvidan. Hay países que parecen más acostumbrados que otros a esa clase de momentos que los sacuden. La muerte de Hugo Chávez fue uno de ellos.
Casi cualquier cubano recuerda dónde estaba o qué hacía en la Cuba del 5 de marzo de 2013 cuando supo la noticia. Una que, en aquel mundo cada vez más mediatizado, sí albergaba la trascendencia y el impacto que muchas veces atribuimos a la palabra noticia en hechos que no lo son.
En mi caso, recién vuelto de la compra del pan a media tarde, a media escalera de camino al cuarto piso, fue mi abuela quien me interceptó con la primicia y la expresión de quien todavía no se lo podía creer. Yo, tras mi aparente conformidad para asumir los fallecimientos, catástrofes y tragedias, tampoco pude en ese instante.
Al día siguiente, en los tiempos muertos sin dar clases, agrupados en latitudes diversas del aula, los chiquillos comentábamos el suceso con una hondura tal que ahora, al mirar atrás, no me parece creíble cuando se tienen 15 años, el tiempo que ha transcurrido desde aquellos días.

Creo que nunca más oí durante mi adolescencia a un socio hablar con tanto respeto de un político. Con tanta solemnidad genuina, no importada. Y creo que, en el fondo, se debe a que sí sabíamos en buena medida de lo que estábamos hablando, aunque no fuésemos “mechaos” en política e historia.
Hablábamos de un líder con carisma, de una figura amigable desde los carteles e imágenes de archivo, de alguien cuya simpatía por Cuba se percibía más allá de las informaciones —enrevesadísimas para nosotros, entonces— que transmitía el NTV. Hablábamos de una celebridad con pies en la tierra, de esas a las que no les importaría sentarse junto a ti en el contén del barrio.
El tiempo ha pasado y, por más que uno aprenda y ejercite sus conocimientos en asignaturas de corte histórico o político, por más que la vida nos enseñe a no endiosar a los hombres para no erigirlos en más que hombres, lo que primariamente queda de Chávez está fuera de Wikipedia, fuera de las llamaradas Norte vs. Sur, fuera de los análisis geopolíticos y otras esferas donde su figura tampoco será borrada.

Ante todo, para los cubanos de una generación, queda el ser humano que vimos, el que escuchamos, el que a través de nuestros televisores apelaba a nosotros y a nuestra fe en un mundo mejor. El heredero de la sonrisa de Camilo en nuestro siempre difícil panorama. El venezolano más cubano que podía haber, un tipo entusiasta e inquebrantable.
Hugo Chávez murió sin defraudar en vida, sin menoscabo para sus amigos, sin concesión a sus enemigos. Muchos otros hubieran sucumbido bajo el peso de una América Latina en alborada, esa que él se echó encima. Se suceden y se suceden los años y da igual: el suyo sigue siendo el rostro que vemos al recordar aquel spot televisivo, martiano hasta la médula, el de la hora de desayunar y ponernos la pañoleta, que nos hablaba sobre andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de Los Andes.
