
Cinco escenas para un crimen
Febrero, 1960
Los inviernos en Amberes no suelen ser tan fríos, o al menos eso le dijeron al marino cuando zarpó de Francia, días atrás. Nunca había estado en Bélgica, pero confió en sus compañeros y no llevó más abrigos que la chaqueta de su uniforme. Claro, era el nuevo. Y, nuevo al fin, confiaba de más y una “broma al novato” lo hizo tullirse de frío en aquellas noches largas del invierno belga.
Era solo una broma, dijeron. Aprovecha el frío, porque en Cuba lo extrañarás, dijeron. Por segunda vez, no le quedaba otra que confiar. Ellos ya habían estado allí, en octubre; él nunca había cruzado el Atlántico. Llegar, descargar, conocer chicas, salir de fiesta, dijeron. Sencillo, dijeron. El marino los oía hablar de aquel paraíso caribeño, y por respuesta solo frotaba sus manos entumecidas y confiaba, siempre confiaba.
La operación duró más de lo normal. El día anterior habían cargado en el mismo puerto, pero esta vez navegaron hasta un embarcadero en mitad del río Escalda, entre los antiguos fuertes Lillo y Liefkenshoek. Allí se cargarían las granadas. Sencillo, dijeron. Recuerda: calor y chicas, dijeron. Terminado el procedimiento, los 36 tripulantes del vapor La Coubre no pudieron evitar ilusionarse con la idea de llegar lo más pronto posible a La Habana. El marino nunca lo supo, pero en el Reçu à Bord del traslado se podía leer, escrito a mano: «Algunos casos sin círculo. Caso Nº 696. Una tabla desenganchada (y clavada de nuevo)».
Viernes, 4 de marzo, 1960. 15:00
Una tarde apacible —aunque un poco ajetreada— en el puerto de La Habana. Cientos de trabajadores se agrupan sobre los muelles. La labor es grande: 525 cajas de granadas y 967 de municiones belgas representan un montón de horas de esfuerzo.
El obrero coloca la carga sobre el suelo del almacén. Son armas, dijeron. El país las necesita, dijeron. El obrero entiende. El barco llegó a las 9:30. La operación comenzó a las 11:00. Son ya poco más de las 15:00. El obrero piensa en su esposa, en sus hijos. Es un trabajo bien pagado, y no todos clasificaron en el sorteo que se hizo para escoger a quienes lo acometerían. Él sí. Felicidades, dijeron. Todo saldrá bien, dijeron. El obrero regresa al muelle, y solo entonces descubre, a pesar del ajetreo que lo circunda, la dulce apacibilidad de la tarde habanera.
Esto sería lo último que vio antes de ser borrado por el humo y la esquirla.
Viernes, 4 de marzo, 1960. 15:40

Al observar aquella nube en forma de hongo sobre el muelle de Tallapiedra, el soldado recordó la vieja revista americana de su padre en la que un tal Oppenheimer hablaba de neutrones y ondas expansivas. Le pareció estar viendo frente a sí aquellas fotos a color de la bomba atómica, y temió lo peor.
Toda La Habana estaba en Tallapiedra. Bomberos, policías, dirigentes. El soldado los vio batirse; se vio a sí mismo batiéndose contra el humo, codo a codo con los barbudos que veía a diario en el televisor. Vio al argentino ejerciendo su profesión de médico. Vio al primer ministro, a escasos metros de la bola de hierro fundido a la que quedó reducida la popa del barco. El soldado vio cadáveres, escombros; se vio a sí mismo rescatando miembros mutilados entre el humo y las astillas.
Entonces vino el ruido; luego, la nada.
Sábado, 5 de marzo, 1960
La madre no tiene consuelo alguno. Los carros fúnebres avanzan lento, sobre calles casi tapizadas por las flores. El primer ministro ha comenzado a hablar; se hace silencio. «¡Sabotaje…!»; «¡Pruebas…!»; «¡Patria o Muerte!». La madre escucha palabras aisladas. Ahora solo puede pensar en su hijo, tan joven, y en la bebé que deja atrás: una hija que crecerá sin padre.
No cabe un alma en las afueras del cementerio de Colón. Toda Cuba fue a despedir a sus muertos. La madre alza la vista, y descubre ante sí una tarima repleta de rostros enjutos. Rabia, impotencia, dolor. Se fija especialmente en el argentino. Su expresión tiene algo de hijo, de padre, de mártir. El flash de una cámara la rescata de su ensimismamiento. Cruza miradas con el autor de la foto; al parecer, se habían fijado en lo mismo. La madre extiende su mano, y al estrecharla el fotógrafo siente sobre la suya el peso de diez mil granadas belgas.

1979
El operador principal del desguazadero observa ante sí los restos de lo que alguna vez fue un vapor de 128 metros de eslora. Como siempre, había leído el aval de destrucción del condenado; le gusta conocer la historia de los barcos que “ejecuta”. Supo entonces que se llamó Agia Marina, Notios Hellas, Barbara, y un nombre en francés que ahora mismo no le viene a la mente (algo relacionado con el cobre, cree recordar). El operador principal del desguazadero acciona la palanca, cual verdugo robespierriano, sin sospechar que La Coubre se lleva consigo a un marino, un obrero, un soldado, una madre sin consuelo alguno: un crimen.