Las penurias del recolector

Las penurias del recolector
Las penurias del recolector

En la cubeta que alguna vez fue de helado ahora solo restan dos dedos de arroz. Mi mamá la mueve un poco sobre la meseta como para comprobar con el oído lo que observa y no puede creer. «¿Ya nos comimos todo eso?», exclama y agita el recipiente.

Los granos chocan los unos con los otros y contra el plástico de las paredes. Suenan a un montón de microgalaxias que nacen y mueren, a llovizna que te cabe en las palmas de la manos; sin embargo, no se multiplican al girar. Queda lo suficiente para un almuerzo, una comida y, si se estira, para otro almuerzo. Mi madre comienza a desesperarse.

En una casa puede faltar mucho en los estantes de la cocina, pero no el arroz. Medimos nuestra hambre en cuantos platos de él puedas zamparte. Por eso, cuando te percatas de que se te acaba, te preguntas qué tan bajo estás llegando. «Préparate, que hay que buscarlo donde sea», me dice la vieja.

Ella levanta el teléfono y comienza a marcar números, uno detrás del otro. Llama primero al vecino del doblar, para preguntarle si en la mipyme que abrieron cerca hay.

Yo, mientras me quito la ropa de dormir, un antiguo chor de playa con el elástico ido y un pulóver que me regalaron en un congreso casi una década atrás, pienso que desde hace unos años para acá sufrimos las penurias del recolector.

Siempre estamos pendientes de lo que se agota en la casa: el detergente, el azúcar, el aceite, y cómo podemos buscar más y más barato. La mayoría de nosotros vive mientras calcula la cantidad de gas en la balita, cuánto le queda al jabón para que se convierta en astilla, o cuántas vueltas al papel sanitario para llegar al cartón. El ahorro se ha vuelto nuestra principal estrategia de sobrevida, como el náufrago que rescata un poco de provisiones del barco hundido y sabe que debe ahorrarlo, porque no cree que fuera de esa isla encuentre mucho.

Mi mamá cuelga. Me grita desde la sala que nada, que como siempre, el barrio nuestro parece un desierto, solo nos falta la bola de espinos secos que el viento arrastra y un par de espejismos de una salvación. Entonces, timbra a mi tía, que vive a unos tres kilómetros de nosotros, para saber si un camión estatal que a veces vende productos cerca de su casa se halla ahí. «Asómate y me dices. Yo me quedo en línea».

En el escaparate busco alguna muda de ropa “michi michi” que no me importe sudarla para cuando descubramos dónde se puede adquirir el arroz. Agarro una vieja chorpeta cuatro puertas que alguna vez estuvo de moda y unas zapatillas que con par de puestas más quedarían para el próximo trabajo voluntario que se invente.

Aún en la cabeza me rondan ideas sobre lo díficil que resulta mantener un hogar vital, abastecido, con lo mínimo o que te permita vivir en el mínimo al menos, en un país con un mercado tan fluctuante y con tantas monedas, como si con una, la mía, no bastara. Mas, a veces no se trata de un tema de dinero, sino de disposición de los productos.

Alguno en específico puede extraviarse, porque no han podido descargar un barco, porque la siembra de invierno salió canija, porque nuestras vacas están en huelga de hambre. Sin embargo, no es cuestión de héroes que te apoyen -Céspedes de 100 o Agramonte de 500 o Mella de 1000-, en fin, no importa cuánto tengas arriba, cuando no hay, no hay. Sé que para todos no funciona así. Están quienes cargan con la tierra necesaria para que nada le sea ajeno ni lejano.

Completarán atrasos en entrega de arroz de canasta familiar normada

«¿El camión está o no? -escucho a la vieja preguntar-. Sigo buscando, entonces». Ella se asoma a la puerta del cuarto. Me explica que el camión estaba, pero que no trajo arroz. Regresa a la sala y llama a una placita donde a veces sacan y ella compra frecuentemente, porque le hace camino al regresar del trabajo.

Yo agarro un pulover de arriba de la silla “ropero” -casi todos tenemos una de esas en la habitación-; me lo puse par de días, pero aún no cogió ese olor rancio a sudor. Solo me falta echarme un poco de agua en la cara, que en la madrugada anterior casi no pude dormir y parezco un superviviente a la noche de los muertos vivientes.

Puede ocurrir que después de localizar, no sé, un lugar donde te vendan la libra de picadillo o la caja de pollo barata o, por lo menos, más barata que en el lugar donde preguntaste dos cuadras atrás -aquí en menos de 200 metros puede devaluarse una moneda- te digan que no aceptan transferencia o solo hasta 1000 pesos o que debes esperar que la dueña llegue porque él solo es el dependiente. Tú, que traes todo tu salario en la tarjeta, pudieras masticar vidrio como caramelos en ese momento. La impotencia te nubla el juicio.

«Ahhh, ya, ya». Oigo el auricular estrallarse contra la base del teléfono. La vieja anda en sus límites. Pronto se me echará a llorar. Entra al cuarto. «Dicen que tenían, pero se les acabó», suspira fuerte como para calmarse y no soltar una palabrota. «Imagínate todo el mundo está así, medio desesperado».

Las penurias del recolector la golpean. No la dejan pensar bien. Sé que no se calmará hasta que en esa cubeta de helado haya por lo menos una cuarta más de arroz. Yo me preparo. Hay una ciudad que desandar. En alguna parte encontraré un sitio donde lo vendan barato, por transferencia y con una fila de par de personas, me miento. La penurias del recolector me golpean.

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