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El fuego improvisado y un plato de comida frío. Por: Guillermo Carmona. Fotos: Raúl Navarro
En ciertos atardeceres se siente ese aroma de carne al carbón que, normalmente, identifica a los días festivos. Entonces, la memoria te juega una mala pasada. Crees que es 31 o que la ciudad se desvive en sus carnavales o que el chama partió el cien en Matemática en las pruebas de ingreso. El olor a asado despierta en ti como antiguas felicidades. Sin embargo, te percatas de que no, no hay mucho que celebrar. Hoy el déficit a las seis y media en el horario pico asciende a los 120 MW. Casi toda Matanzas anda a oscuras.
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Desde que cayó el primer rayo y prendió un árbol como un bombillo incandescente en una rendición de cuentas en la densa madrugada prehistórica o nuestros antepasados entendieron que hay objetos que, al igual que las personas al rozarse sueltan chispas, el fuego ha formado parte de nuestra subsistencia. Ayudó a alejar a las bestias de la noches, lobos y males de ojos; evitó con su luz que debiéramos entender el mundo nocturno con los dedos, a tientas.
Existe otro uso, tal vez no tan rimbombante o metáforico, fundamental para la humanidad: permitió la cocción de los alimentos. Al ingerir productos más sofisticados – quitarle el salvajismo a la carne de las bestias, ablandar los tubérculos – ayudó a desarrollar y fortalecer el cuerpo y a refinar el cerebro.
Milenios después en una pequeña Isla del Caribe se complejiza este acto tan sencillo como preparar ingredientes. El fuego escasea. Los cortes continuos de electricidad dificultan dicha labor.
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Sin energía que ponga a funcionar ollas de presión y fogones de inducción, toca echar mano al gas; mas, todos no poseen contrato de este. Hace algunos años no se ofertan nuevos y los que existen debes comprarlo por la izquierda a precios muy altos. Incluso si tienes uno de estos papeles, puede perderse el producto, como sucede de vez en cuando, que falla la distribución por falta de abastecimiento y dificultades en su compra en el exterior.
Al no dominar con certeza cuándo se estabilizará el asunto de la energía eléctrica o del gas, la cocción se convierte en todo un reto: pondrás el arroz tarde en la noche cuando te toque tus dos horas de luz o elaborarás el plato fuerte de tres jornadas consecutivas u orarás porque no se eche a perder en un refrigerador que sin potencia es un escaparate de hojalata o utilizarás otras alternativas: carbón y leña.
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Sin otro remedio, entonces toca resolver. Si Prometeo no le hubiera robado el fuego a los dioses, nosotros lo hubiéramos inventado. Buscarás una vieja hornilla y armarás una fogata con par de ladrillos o sacarás del cuartico de desahogo esa vieja parrilla de épocas donde se mataba un puerco para celebrar nacimientos y bienvenidas o ver dónde metiste aquel bullón que no se usa hace bastante ya, desde la última vez que armaron una caldosa en la cuadra por lo menos.
Toca encender el carbón. Estrujas páginas de periódicos viejos que encenderás por la punta y la soltarás cuando la candela comience a subirte por los dedos como ciempiés. Si no se prende vertirás encima un poco de «luz brillante» o gasolina como acelerador, con mucho cuidado para que el fuego no se rebele, te salte encima, o no quiera resignarse y haya que llamar a los bomberos. Hace poco así le ocurrió a una amistad de la familia mientras preparaban su comida.
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Luego lo abanicarás —como una madre a su hijo en una noche en que los ventiladores no girarán— para que no se apaguen, para que al contrario de los niños no se duerma y debas comenzar todo el proceso desde el principio y volver a estrujar las páginas de un periódico viejo.
En un muy estilo decimonónico podrás ver por el medio de algún reparto o barrio céntrico un coche, los de forma de vagón de tren o las arañitas, cargado de sacos de carbón. El cochero se detiene cada pocos metros cuando algún vecino le pregunta «¿A cuánto?», «1000», responde.
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El vecino mirará hacia el cielo. Le rezará a algo a allá arriba, al dios que encendió la chispa primigenia, o calculará cuánto le queda de salario para el mes. Quizás se lleve la mano al bolsillo donde guarda la billetera. Quizás vencido hará un gesto para que el cochero siga su camino, por lo menos hasta que alguien lo detenga otra vez, y se repita la misma escena.
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En el peor de los casos posibles, cuando las otras alternativas no resulten factibles, muerta toda la esperanza, tocará utilizar la leña. Por suerte, si un insumo nos sobra es ese: puertas de edificios derruidos, gajos de árboles de naranja agria, tablas para asegurar las ventanas. No importa la solución, lo que sí no puede suceder que esa noche el niño se vaya a la cama sin algo caliente en el estómago.
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Más allá de esa creatividad que el pueblo cubano se ha visto obligado a sostener como último reducto, necesitamos que se busquen soluciones factibles , porque la vida no puede irsele a uno pendiente del fogón.
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