Mercedes, plata y acero

Mercedes, plata y acero

“Caballero, no me miren la cara negra y caminen que ahí cabe gente y el transporte está duro”, dice Mercedes alzando la voz, antes de subirse por la puerta trasera de la Diana, estacionada momentáneamente en la `Nariz` para; efectivamente, demostrarle a los pasajeros que aún caben personas.

A las siete y media de la mañana de un día entre semana cualquiera, en la última parada de Cárdenas camino a Varadero; a la que todo cardenense conoce como “La Nariz”, por la peculiar escultura en forma de fosas nasales que sirve de refugio del sol y la lluvia desde finales de los ochenta, el tumulto de viajeros intenta hacer una cola decente mientras la inspectora de tránsito, tablilla en mano, los divide en tres grupos según su destino.

—Los que van para Varadero, Santa Marta y Matanzas para la derecha; los del punto de control y el petróleo para la izquierda y los médicos en el medio, a esos los saco primero y no me importa que alguien se moleste porque ellos se pasan la noche entera de guardia.

Mercedes Fernández Valdés nació en Cárdenas, el 11 de noviembre de 1964, hace poco más de 60 años. Es una mujer de complexión media y robusta, con un buen vozarrón para avisar hacia dónde se dirige cada chofer que detiene el carro ante su uniforme de “amarilla” (aunque hace mucho tiempo el chaleco y la bermuda hayan dejado de ser amarillos y sean azules, la jerga se quedó). Mercedes es negra, tiene los ojos oscuros y chispeantes y sus rasgos están marcados por la edad. Lleva el pelo corto recogido en un moño apretado que deja ver sus canas orgullosas sin teñir, y de sus manos curtidas por el tiempo, pero cuidadas y limpias, cuelgan dos manillas; en la izquierda una de plata y en la derecha una de acero.

“Esa negra es del carajo, pero verdad que si no fuera por ella ningún carro parara, ahí va gente de toda Cárdenas para poder embarcarse con ella”, me dijo una vez el chofer de una Van blanca que, en efecto, paró porque ella estaba ahí con su tabla en la mano sin dejar que nadie se le escape.

“Coño, que aunque sea en el piso de una camioneta, pero hay que irse, caballero esto está difícil, no es un juego” dice ella a cada rato, cuando la gente no quiere montarse en la parte de atrás de algún vehículo.

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Mercedes, plata y acero

—Qué te digo, mi vida fue un poco triste. Éramos 10 hermanos, ocho varones y dos hembras. Mi madre se quedó sola con nosotros muy rápido cuando nuestro padre se ahorcó y nos tocó echar pa´ lante así. Éramos pobres, pero con el látigo en la mano mi mamá nos llevó a todos por el buen camino y le salimos honrados y agradecidos.

Son las tres de la tarde de un martes y en la sala de su casa, —a unos cien metros del litoral cardenense—, Mercedes me cuenta de su vida aún con el uniforme y los zapatos puestos.

Acordamos el encuentro esa misma mañana, cuando, al acercarme a ella y preguntarme si iba para la universidad le respondí que no; estaba allí porque quería contar su historia.

La casa en la que vive Mercedes actualmente no es la suya, es de su marido Jorge; con quien lleva casada más de 20 años, y de la que es copropietaria. Ubicada justo frente a la Planta Procesadora de Carpesca, o como todos le llaman: La Langostera, el inmueble necesita pintura y el frente es de tierra, pero como dice Mercedes con orgullo, es de placa y tiene un buen terreno para sembrar.

Tras ofrecerme un vaso de refresco y mostrarme el cuarto, el bañito y la cocina a medio enchapar, continúa contándome como ella era la más rebelde de sus hermanos y debido a eso tiene cicatrices en un pie, la espalda y la cabeza porque su mamá “no entendía”. Ninguno de sus hijos podía llegar con una queja de la escuela porque “los molía a palos”.

—Fui deportista, practicaba voleibol, pero mi mamá no me dejó seguir, había que lavar y planchar para la calle para mantener a mis hermanos y cuando me faltaban como dos años para terminar el 12 grado, lo dejé y empecé a trabajar.

Rememora todo con rapidez, como si no quisiera dejar nada por contar o quizás porque las historias difíciles se cuentan así, de una y sin paños tibios. Eso sí, me deja claro que su madre era dura, mas todos la adoraban y desearía que ojalá les hubiese durado más tiempo, pues falleció hace años, poco después de que le amputaran ambas piernas.

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A medida que la conversación avanza ella se relaja en el sofá y tras quitarse los zapatos y ponerlos a un lado con cuidado (mostrando una tobillera de plata en el pie derecho), coge un cigarro de la caja de Popular que lleva en el bolsillo del chaleco y lo enciende. Mercedes padece de asma, sin embargo, asegura que como no aspira el humo hasta la garganta sino que lo deja en la boca, sus pulmones están en perfecto estado y eso que fuma desde muy chiquilla. Cuando era una adolescente fumaba los cabos de cigarro tirados por el parque próximo a su casita de la infancia, sin que su madre se enterase.

—Todos hicimos nuestras vidas, sabes, mis hermanos y yo. Ahora quedamos siete, la hembra y dos varones mayores fallecieron. Yo me casé y tuve dos hijos, una tercera falleció muy pequeña, los otros dos me salieron buenos, buenos de verdad. (…) Del padre de mis hijos me divorcié, pero siempre les enseñé a querer a su papá sin importar los problemas entre nosotros. (…) A mí me dieron una casita por Bienestar Social y espero antes de retirarme poder terminarla, si de una buena vez me dan los materiales.

Con esas palabras parece que suelta una carga y a partir de ahí, me habla de todo un poco.

Habla de su hijo de 36 años y su hija de 30, sus cinco nietos a los que adora y de cómo su actual esposo se lleva muy bien con su familia. Habla de que para llegar a donde está hoy pasó mucho trabajo; vivieron en albergues antes de que les otorgaran la casa, mas, nunca les habló mal a los niños de su padre a pesar de sus malos tratos y su alcoholismo.

Me explica que lleva más de 42 años de trabajo a sus espaldas. Sembró arroz, fue lunchera en Varadero, vendió frutas en una carretilla y cortó madera para hacer carbón hasta que comenzó a trabajar como inspectora de tránsito, hace 32 años.

—Eso es lo que me gusta, trabajar de cara al pueblo, armar mi relajo y mi gritería, pero que las personas me respeten por lo que hago. Si tuviera que elegir de nuevo, seguiría siendo inspectora.

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Mercedes, plata y acero

Se levanta a las cuatro de la mañana, de lunes a sábado. Deja adelantada la comida, se prepara el desayuno y una merienda; porque además de asmática es cardiópata, hipertensa y diabética y no puede estar sin comer, y se dispone a salir a las cinco y media. Sin amanecer aún, atraviesa la línea férrea cercana a su casa para dirigirse al centro del pueblo y recorrer, en lo que aparezca, los cuatro kilómetros que la separan de su puesto de trabajo.

Cuando llega, ya todos saben detrás de quienes van y están esperándola para que de una buena vez los carros estatales dejen de pasar de largo. A Mercedes se le hace largo el trayecto todos los días, pero nadie quiere que cambie de parada.

—Sé que ese punto necesita alguien con carácter como yo, porque es de los más duros. Por eso no he pedido uno más cerca de la casa. Bueno, y porque la gente me pide que me quede ahí.

En Brisas del Mar, reparto donde se encuentra la famosa Nariz, todo el mundo la conoce. Está quien le lleva café, quien le pide fuego para encender y quien le regala algún caramelo para que no le dé una hipoglicemia a media mañana, como ya ha pasado en más de una ocasión. Y claro que todos la conocen, lleva casi 20 años haciendo de la última parada de Cárdenas su segundo hogar.

“Suelten los teléfonos y pónganse para la cola o voy a dejar que el próximo carro se vaya vacío”; “Caballero tengan el dinero en la mano, háganme el favor”; “Señores, no bajen más la acera, coño”; “Yo se los digo, aquí hay que irse en lo que aparezca”, repite cada día a quienes intentan embarcarse para salir de la ciudad.

“Verdad que se la pasa peleando, pero sin ella no salimos de aquí ni mañana” me dijo una señora que iba rumbo a Matanzas un jueves.

Ella se desgañita peleando con los choferes y toreando a la población. Cuando termina su jornada, a las dos de la tarde, todo aquel que llegó buscando algo en qué irse, logró coger algún transporte.

Mas, su día no termina ahí. Con un salario de 2 400 pesos mensuales y sin pago por antigüedad después de tres décadas de trabajo en el Ministerio de Transporte, se le hace necesario buscar otras maneras de subsistir. Así, cuando llega a su casa, se cambia el uniforme por ropa de trabajo agrícola.

En el patio trasero tiene sembradíos de tomate, acelga y lechuga que cultiva junto a su esposo. Si bien afirma que estos productos no son para vender sino para consumo propio, confiesa que es un buen dinero el que se ahorran; sobre todo porque ella no termina de acostumbrarse a los precios que tienen las verduras ahora.

Además de vegetales, también tienen matas de coco y un platanal que atiende Jorge cuando termina su faena como albañil, aunque últimamente no puede trabajar producto a una lesión lumbar.

Después de laborar en el huerto y terminar la comida; según la propia Mercedes, muchas veces se baña a las siete de la noche y se queda dormida sin probar bocado siquiera.

—Jorge me despierta porque sabe que no puedo quedarme sin comer o me baja el azúcar, pero caigo en la cama tan cansada que ni la novela logro ver casi nunca.

A Mercedes le queda poco para retirarse, pero aún no lo hace; en parte porque anhela que le den los materiales para terminar su casa (aunque lleven años poniéndole trabas en el Gobierno) y en parte porque lo suyo es estar rodeada de gente.

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Mercedes, plata y acero

—Ya a mí me da lo mismo si hay corriente como si no. ¿Qué voy a hacer? Si le metes mucha cabeza te fundes y yo tengo que estar controlada por mis enfermedades. Si hace falta que yo vaya a trabajar, pues para allá voy. Al final, desde que tengo mi casita estoy más tranquila y a mí me gusta trabajar.

Luego de seis décadas intensas, afirma que si bien su vida no fue fácil, ella está agradecida por lo que tiene.

“Sembré para recoger”, declara con determinación.

Mercedes lleva una existencia sin muchos sobresaltos. Sus nietos van a visitarla a menudo. Ayuda a los demás siempre que puede. Intenta tener todos sus medicamentos en orden y de vez en cuando, no le queda de otra que ponerse dura en la farmacia para que no le pasen gato por liebre y vendan su aparato del asma por la izquierda.

—Digan lo que quieran, pero yo soy revolucionaria, de aquí no me voy, este es mi país, yo me crié aquí y para sacarme de aquí tienen que matarme porque no me voy para ningún lado (…) y sobre todo soy fidelista, mi presidente siempre será ese.

Ella, mejor que muchos, conoce de las precariedades de una vida sin comodidades y de cómo cuando se quiere, se puede ayudar a las personas si se hacen las cosas bien; aunque la mayoría del tiempo “no haya cemento para los subsidiados”.

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La mejor “amarilla” de Cárdenas según la población de a pie y el dolor de cabeza de los choferes estatales, comenzó siendo inspectora de tránsito por azares del destino pero se enamoró de su trabajo a tal punto que hoy, es de las pocas que ostentan el título de intérprete de señas dentro de su gremio, cosa que la llena de orgullo. “Soy estudiada, me preparé para ejercer bien mi profesión”.

A Mercedes le encanta lo que hace y se nota; no solo porque lo dice sino porque se percibe en todo su cuerpo cuánto ama estar rodeada de pueblo, haciéndole bien a la gente. Ella disfruta el tumulto, el reto que supone tratar con personas de todas las edades y creencias, el relajo de los trabajadores de la construcción y las últimas noticias que traen las enfermeras cuando salen del hospital que queda justo en la esquina.

Se le hincha el pecho cuando los guagüeros paran para “llevarse solo cinco porque no caben más” y logra embarcar a los estudiantes universitarios que van tarde porque de nuevo se quedaron sin la “doble”, debido a la falta de combustible. Se le alegra el rostro cuando el carro estatal que va directo a Matanzas se detiene y le pregunta si va algún médico para el Faustino. Esos momentos, en los que ve el fruto de media vida dedicada a la transportación del pueblo, son los que le llenan el alma a Mercedes.

—Sé que hay gente que dice que grito mucho, sin embargo, la mayoría me dice: “Negra, si no fuera por tu gritería de aquí no se va nadie porque sin ti no para nada”.

Entonces ella se queda con eso, con la satisfacción del deber cumplido y el cariño de toda la gente que logra llegar a tiempo gracias a su esfuerzo y su “gritería”.

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Mercedes es una mujer extremadamente fuerte, como la plata y el acero que cubren sus muñecas; cada manilla resplandece no solo con su propia historia sino como símbolos de la resiliencia que ha forjado (como si de un metal se tratase) a lo largo de sus no tan tristes 60 años.

(Por: Dayla Sandra Arias Nodarse, estudiante de Periodismo)

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