El refrigerador: la bestia en el rincón de la cocina

El refrigerador: la bestia en el rincón de la cocina

«¿Qué buscas en el refrigerador?», me grita mi madre desde debajo del mosquitero, cuando escucha el sonido de beso baboso al separarse la puerta de la junta. «¡Se le va a ir el poco de frío que le queda!», continuó y su voz resonaba en la penumbra de nuestro pequeño apartamento.»Nada», contesté.

Pude decirle que tenía hambre, pero realmente no se me antojaba lo que había adentro: un mazo de ajo porro canijo; par de panes con piel de lagarto; un plato con arroz duro que se había unido en cambolos por el tiempo que llevaba ahí y, visto desde arriba, parecían montañas nevadas; un pomo de sirope del último módulo que entregaron por el trabajo y un pequeño pedazo de queso, sobreviviente de un combo que nos envió una amiga de la vieja hace un mes atrás.

A veces uno abre el refrigerador y no sabe ni por qué. Tal vez con la esperanza de encontrar algo que te abra el apetito, aunque sepas que te engañas como cuando, al desangrarse una pequeña porción de carne en el congelador y pintar el hielo, crees que guarda más carne de la que guarda, porque no sabes dónde comienza lo blanco y dónde lo rojo. Te asomas a él de la misma manera en que a veces te asomas a la vida, sin buscar nada, con una leve esperanza de hallar algo nuevo.

Quizá entre las reglas de etiqueta criolla que más haya prendido en mí se encuentre que nunca mires dentro de un refrigerador si estás de visita en otra casa. A nadie le gusta que conozcas que pasa un hambre canina o si tiene más huevos que tú. Tanto me lo repitieron que, al pedir agua en el hogar de un amigo o conocido, cuando abren el aparato, desvío la mirada y detengo cualquier conversación. Hasta que no siento que cerraron la puerta, no vuelvo a observarlo a los ojos y retomar el diálogo.

Puede ser que la mejor forma de saber a qué segmento de la población perteneces se halle en aquella frase bíblica de si comes para vivir o vives para comer.

Entre todos los equipos electrodomésticos que componen una vivienda cubana, el refrigerador tal vez sea el que más nos identifica. Probablemente esto ocurra porque somos panza, corazón e Isla y, según Marx, el hombre piensa como come. A lo mejor, porque con el calor del Trópico, un aparato que produzca hielo nos parece un milagro aún décadas después; tengan en cuenta en qué pensó el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento del tercer mundo.

En su interior, no todos almacenamos lo mismo; no confundamos el jamón con la mortadella; mas, hay elementos que resultan bastante comunes: pepinos de agua de un litro y medio que al congelarse lucen como balas de tanque, y que siempre habrá guerra por quién los llena y quién no; un pote de helado con ají cachucha y cabezas de ajo; alguna pomada en las barandas de la puerta o un pomo de Novatropín que recuerdas que anda por ahí desde aquellas diarreas que te atacaron cuando te hartaste de caramelos un Día del Educador 20 años atrás.

Tal vez podamos contar la historia económica de Cuba si se analiza qué contuvo cada refrigerador a través de las décadas o la procedencia de los equipos que se usaron. Antes del 59 había de esos grandes, aparatosos, con toda la parafernalia yuma; después de esa fecha arribaron los rusos, escuetos, regios y eternos como si con ellos no fuera la obsolescencia programada; y en los 2000, después de la Revolución Energética, los chinos, compactos y pequeños.

En el mismo momento en que desapareció el Spam de los congeladores —de esos que una vez al mes debías derretir y enchumbaban la cocina—, por allá por los principios de los 90, se complicó el asunto. Cuando no hay un jarro de aluminio con leche y una capa de nata encima, sabemos que nuestras vacas andan flacas o, si en el congelador puede naufragar el Titanic, que debemos abrirle otro agujero al cinto.

Con un blúmer enganchado en la parrilla de atrás para que se seque rápido, con calcomanías de par de series de televisión, o un imán que cuando niño moviste de un lugar a otro de la puerta mientras descubrías el magnetismo, con ese ronroneo de gato ártico, con un dolor de cabeza por el temor de que se te eche a perder la comida por los apagones o por no saber cómo podrás surtirlo, ahí está. Por eso, cuando mi madre me preguntó «¿Qué buscas en el refrigerador?», contesté «¡Nada!»; es que preferí, en vez de decírselo, escribirlo en esta crónica al día siguiente.


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