El Cinematógrafo: Los trapos sucios del cónclave

Los trapos sucios del cónclave

“Esto no es un cónclave, es una guerra”, dice el personaje interpretado por Stanley Tucci en la nueva cinta de Edward Berger llamada Cónclave. El papa ha muerto y les corresponde a unos pocos hombres de fe de todo el mundo elegir quién será el siguiente emisario de Dios en la Tierra. Las palabras de Tucci, poderosas en su miniatura, destruyen toda el aura de hermandad que se cierne sobre estos cardenales obligados a confraternizar más de lo quisieran en busca de un nuevo santo padre. Tanto ellos como nosotros cumplimos con nuestra obligación con la película, ellos como votantes que aparentan hermandad y raciocinio, y nosotros como testigos amorfos de una guerra por poder que se levanta dentro de las paredes del Vaticano.

El final siempre debe aparecer al principio, o al menos eso creen algunos teóricos del cine, alegan que una imagen o una palabra que provenga del futuro ayuda a conformar una pieza de arte capaz de destruir por completo las leyes del tiempo narrativo. Y la máxima pareciera cumplirse en varias historias.

Ejemplos de esto podrían ser Mother, de Bong Joon-ho, con su protagonista bailando en un campo de hierbas amarillas; la voz en off de Kodi Smit-McPhee al inicio de The power of the dog, palabras que darían sentido después a la motivación de su personaje, o la reiteración onírica de la peonza en Inception, de Christopher Nolan, que termina convirtiéndose en un símbolo de qué es real y qué no.

El cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) es uno de los favoritos para convertirse en papa, pero no quiere serlo. Alega que es momento de dejar el decanato y continuar con su vida. Reunirse con sus compañeros le hace comprender cuántos secretos de más esconde la iglesia. Hermanos europeos, africanos, americanos y latinos rodean a Lawrence y él busca entre las grietas de sus pasados cualquier rastro de suciedad. Amoríos de juventud, pagos por silencio, racismo, machismo, crímenes silenciados y perdonados. Lawrence sabe de todo esto y sigue buscando el hombre perfecto que pueda dotar a la institución de una nueva visión, una acorde a los tiempos que corren.

Lawrence conoce la historia, sabe de papas que callaron ante el holocausto, perdonadores de pederastas con pruebas irrefutables en su contra, o de creencias eminentemente racistas, pero aun así sigue creyendo en Dios. La certeza es el mayor pecado que podemos cometer, dice antes de comenzar la votación, como un último látigo de redención que castiga a aquellos con la más mínima intención de competir por un puesto que no merecen. En esta cruzada se encontrará con alguien dentro de sí mismo que jamás pensó llegar a conocer. Justo como ocurre con la sociedad, el cardenal Lawrence irá conociendo y aceptando los nuevos trapos sucios de sus hermanos, y considerará que ninguno es apto para la misión.

Incluso, las paredes del Vaticano se recienten ante las fuerzas del exterior; los cardenales, que, aislados del mundo en un elitismo carnavalesco y ególatra, olvidan la velocidad y raciocinio con que se mueve la humanidad. Llegan a ellos gritos de las multitudes enfurecidas, piedras, bombas, y hasta noticias de más allá de tierra sagrada. Adentro, los grupos están más que definidos, no solo entre conservadores y liberales, sino otros que dirán cualquier cosa con tal de ganar un punto a su favor, sacerdotes casi hitlerianos convencidos de la necesidad de un papa italiano, e incluso fervientes creyentes de que los homosexuales deberían ser encarcelados.

Ante este panorama, ¿quién es la mejor opción? Lo obvio sería votar por el mejor de ellos, es decir: por el que menos prejuicios tenga.  Y nosotros seremos una metáfora de esa tortuga que regresa Lawrence al estanque, tortuga que todo el tiempo intenta escapar de las tranquilas y controladas aguas de una piscina de apenas unos metros cuadrados. Dicha imagen me hace pensar en la concepción primitiva que existía de nuestro planeta hace muchos siglos, tierra y agua horizontal que se vertía por los bordes del caparazón de una gigantesca tortuga.

Amo el cine por esa capacidad que tiene para infiltrase en espacios tan cerrados e inconcebibles como la intimidad de un matrimonio, la matanza de una guerra o el espacio exterior. La iglesia es un espacio al que siempre hemos tratado con cuidado, pero con el paso del tiempo las cámaras han podido narrar historias que no la dejan muy bien parada.

Tal es el caso de El Club, de Pablo Larraín, donde un grupo exiliado de sacerdotes pedófilos convive en una casa de retiro, al aguardo de que los reinserten en la vida espiritual, o Spotlight, de Tom McCarthy, donde un equipo de investigación destapa los escándalos también pederastas de la iglesia católica estadounidense. Hasta The Two Popes, de Fernando Meirelles, juzga con cierta timidez la relación entre los papas Benedicto XVI y Francisco.

No percibo maldad en el personaje de Fiennes, sino una fe verdadera, indescriptible incluso, hacia los principios básicos de la iglesia. Principios de aceptación y resignación ante todo aquello que pervierta la convivencia entre los hombres y las mujeres. Es un ser imperfecto que no comprende del todo algunas injusticias aceptadas en el cónclave. Su duelo con la hermana Agnes, interpretada por una sensacional Isabella Rossellini, muestra cómo él mismo es víctima de un machismo que esconde con gentileza.

La rápida escena de ella no dejándole entrar a conversar con una novicia porque es ella quien tiene autoridad en dicha habitación es magnífica por su simbolismo fugaz. Incluso la reacción de Agnes ante el agradecimiento del cardenal Beníntez (Carlos Diehz) por la comida cocinada y servida por las hermanas le confieren un aura de misticismo, porque juega con la libertad, pero también acepta el aislamiento.

Quizás por ello ambos actores hayan recibido nominaciones por Mejor Actor Protagonista para Ralph Fiennes y Mejor Actriz de Reparto para Isabella Rossellini en la próxima edición de los Premios de la Academia. Aunque todo el mundo está muy bien en esta película. John Lithgow como un hombre de fe con demasiado dinero invertido en sobornos y chantajes. Stanley Tucci como el más apto entre todos los que le rodean, con ganas de transformar la iglesia a los tiempos que corren. Sergio Castellito como un Mussolini evangelista convencido de la superioridad de la sangre eclesiástica de los italianos. Lucian Msamati como el mal perdedor, quien casi se queda con la corona, derrotado por los infortunios de la juventud.

Aunque es Carlos Diehz otro de los nombres que relucen. Su actuación como Benítez es imposible de contemplar, atractiva cada vez que destruye cualquier síntoma de odio e insensatez que albergue la habitación donde se encuentre. Un hombre consciente de la responsabilidad que le es concedida y aprovecha cada oportunidad para hacer sonar su voz en favor de la coherencia y Dios. Es Benítez quien da la última sorpresa en Cónclave, con una serenidad increíble confiesa ¿su crimen? ante Lawrence y, este termina aceptándole como papa, porque dentro de su cabeza, ha elegido al mejor de los peores.

La tortuga vuelve a estar dentro del estanque.

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Sobre el autor: Mario César Fiallo Díaz

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