La ancianidad y los frutos de un mañana
El apagón sorprendió a Amelia en medio del proceso de cocción de alimentos. “Deja ver si por casualidad entró hoy el gas al punto”, dijo optimista la anciana y se dispuso a acudir al punto de venta, que distaba varias cuadras de su morada. Quien le ve, con su cabello cubierto de canas en su totalidad, el paso lento que complementa un bastón, las curvaturas en su espalda y la rodilla deformada por una artrosis de años, no imagina que la octogenaria matancera asuma en solitario las rutinas del hogar, más los mandados de “afuera”, un afuera que muchas veces asusta, porque allí hay de todo un poco: colas extensas, burocratismos que caen en peloteos, insensibilidad, maltratos… Pero, ¡qué remedio! Amelia se ha quedado sola en medio de su ancianidad. Su familia vive muy lejos, del otro lado del Mar Caribe. Y no es la única en esa situación.
Por esa parte, Gastón no puede decir lo mismo, porque los dos hijos del septuagenario sí están cerquita, tan cerquita como en su casa. Solo que allí a él no le quieren. Quizá por su Parkinson avanzado y su incontinencia urinaria, que se han vuelto un problema, como esos baches en la memoria que le hacen repetir las mismas historias una y otra vez, y la falta de equilibrio que no le ayuda a ser desenvuelto como a Amelia. “Ellos tienen trabajos buenos que les obligan a estar demasiadas horas fuera de casa, y él solo no se puede quedar. Además, tampoco fue un padre tan estrella”, se vuelve la justificación recurrente del porqué reside en el Hogar de Ancianos.
Según el artículo 48, del capítulo II sobre Derechos, de la Constitución de la República aprobada en 2019: “Todas las personas tienen derecho a que se les respete su intimidad personal y familiar, su propia imagen y voz, su honor e identidad personal”.
Mientras que el artículo 88, dedicado a las Familias, refiere que “el Estado, la sociedad y las familias, en lo que a cada uno corresponde, tienen la obligación de proteger, asistir y facilitar las condiciones para satisfacer las necesidades y elevar la calidad de vida de las personas adultas mayores. De igual forma, respetar su , garantizar el ejercicio pleno de los derechos y promover su integración y participación social”.
Sin embargo, aunque tales afirmaciones estén plasmadas en la ley de leyes, lo cierto es que en la práctica se violan muchos de los derechos de las personas de la tercera edad, cuya voz se ignora a disímiles escalas en la sociedad.
Aunque felizmente no es la suerte de todos, y existen abuelitos que disfrutan a sus anchas de la ancianidad, no es de extrañar que en otros casos, teniendo quien pudiera velar por su salud y sus cuidados, vivan solos o malvivan solos, enfrentándose a los avatares del día a día que, hasta para quienes gozan de juventud, se vuelven difíciles y tormentosos.
También le sugerimos: La ancianidad, la mejor de las compañías
Tampoco sorprende que hasta a algunos se les vea por la calle con sus ropas sucias y malolientes, el paso cansado, y recaiga sobre sí la mirada acusadora de los que rechazan por el aspecto, lejos de sentir empatía y sensibilidad por quien una vez lo dio todo por los suyos.
¿Con qué cara se criticará entonces a las instituciones que les acogen (Hogares de Ancianos, por ejemplo) sobre cómo les trata y cuántos derechos a veces se violen, si la propia familia les rechaza y abandona?
De nada valen los respaldos legales, si quedan justo ahí: en un papel. De nada valen sus derechos, si en la cola da igual si son los últimos, aunque lleguen a rastras y apenas puedan mantenerse en pie, si en la guagua los más jóvenes no ceden sus asientos, si, a sabiendas que residen solos, nadie toca sus puertas, preocupándose por si ingirieron comida alguna.