“Hacer dieta”, “dejar de fumar”, “encontrar pareja”, “aprender inglés”, la lista podría extenderse casi hasta el infinito, si nos ponemos a enumerar los propósitos que muchos se trazan para el año nuevo. No importa si jamás se ha pisado un gimnasio o llevamos 11 meses comiendo chatarra y mirando reels de Instagram, de pronto te entran unas ganas locas de ser deportista, sanísimo, cuidar el bienestar espiritual y conectar con el yo interior.
Las 24 horas que separan al 31 del 1o tienen el curioso efecto de hacernos recapacitar sobre lo pasado, y al mismo tiempo se activan los deseos de recomenzar. Pero, ¿qué genera esta sensación de que nuestro contador vital se pone en cero, de que se abre un nuevo ciclo de posibilidades al que podemos darle la bienvenida haciendo borrón y cuenta nueva?
Desde los antiguos babilonios al Imperio romano, los rituales asociados al reinicio del calendario incorporaban cierta dosis de introspección. Según los psicólogos, un año recién estrenado representa para nuestro cerebro lo que una libreta en blanco para un niño pequeño, sus hojas impolutas son una promesa de coloridos dibujos de crayola o barcos de papel, a la que aún no se ha marcado con tachaduras o rasgones. Pone en nuestras vidas un punto futuro pero definido, está ahí, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, todavía no nos pertenece, tiene el encanto de lo ignoto.
Lo singular resulta que la mayoría de las veces esas voluntades duran menos que las sobras recalentadas de la cena de Nochevieja. ¿Por qué? En primer lugar, porque en ocasiones no entendemos nuestros verdaderos apetitos y motivaciones, estamos más preocupados por lo que “se supone que deberíamos querer” que por lo que en realidad anhelamos. Quizás, en lugar de ambicionar un cuerpo fitnes, lo que nos interesa es mantenernos saludables.
También sucede que esas intenciones permanecen en el universo volitivo, nunca se traducen a la acción; y si algo llega a ejecutarse queda en un intento o dos, no pasa de las sesiones introductorias al plan de ejercicios o de unos pocos días de abstinencia. Luego, la costumbre le gana la batalla a la disciplina y volvemos a lo anterior. Vencer el tedio y la abulia ya constituye un objetivo en sí mismo; y nada despreciable, por cierto.
Para que algo cambie, primero hay que transformar la forma de pensar. No existe nada tan improductivo como la “esperanza pasiva”: aguardar a que algo externo altere el curso de los acontecimientos. Lo más coherente resulta asumir responsabilidades sobre aquello que nos pasa y reconocernos como agentes de cambio, se trata de un proceso de autoconocimiento mucho más largo que esas pocas jornadas vacacionales de fin de año que usamos para reflexionar.
“Gastar menos”, “vivir más plenamente” o “ser mejor persona” están muy bien como metas, pero no se consiguen mágicamente. Se deben trazar planes, mejor si son concisos y manejables, e ir escalando en su complejidad; definir tiempos concretos para cada etapa, y que nos aporten no solo el resultado final sino también durante el proceso. Es la única manera de que el año nuevo no nos llegue con propósitos viejos.