
Quienes conocen a Miriam Atón Chao suponen por su apellido o rasgos faciales que algún antepasado asiático debe tener por ahí, pero lo que muchos no se imaginan es que su padre, Víctor Atón Si, quizás el fotógrafo más recordado de Varadero, llegó desde la mismísima China hace poco más de un siglo.
—Él era de Cantón. Vino en 1923 y estuvo aquí hasta los 80 años.
Miriam habla con frases cortas y en su voz, a pesar de conocer de antemano que nació en Cuba, creo distinguir el inconfundible acento del país de los ojos rasgados y la leyenda del Rey Mono.
—¿Vino solo? —le pregunto.
—No. Con su hermano. Pero él regresó y murió allá. Parece que le dio añoranza.

Se hace un pequeño silencio. Miriam no es persona de muchas palabras, como aquella fábula china de los cuatro monjes que se imponen un voto de silencio y solo lo rompen cuando las fuerzas de la naturaleza invaden su tranquilidad. Yo, el cruel invasor; ella, el monje impasible.
—¿Se hizo fotógrafo aquí?
—Sí. Un suizo le enseñó.
—Y se volvió muy bueno, por lo que me han contado.
—El mejor.
Víctor poseía su estudio en lo que luego fue el Parque de las 8 000 Taquillas. Contaba también con un bar y varios negocios; todos intervenidos años después. Miriam me observa, como retándome a indagar en una historia que por su mirada supongo no tan feliz como parece a primera vista.


—¿Qué recuerdos posee de su padre? —me aventuro.
—Si te digo, te miento. Él trabajaba mucho. Recorría la playa de una punta a la otra, hasta las siete y pico de la noche, y a esa hora llegaba a la casa y seguía trabajando. No tenía casi tiempo.
Víctor se casó en Cuba con una hija de padres chinos y juntos tuvieron varios descendientes, entre ellos Miriam, quien me cuenta que su padre dejó en China a toda su familia, incluso, una hija pequeña que sería su media hermana. Sin embargo, Miriam nunca ha podido establecer contacto alguno con sus parientes del gigante asiático. Hoy en día, ni siquiera lo considera una posibilidad.

—¿Tú sabes lo que cuesta un viaje a China? —me interpela, abriendo los ojitos a todo lo que dan, y como sabe que no conozco la cifra se responde a sí misma—: ¡Es carísimo!
Le pregunto entonces si en Varadero había más chinos, además de Víctor. Ella sonríe, suspira y alza las manos frente a su rostro, como intentando abarcar el Mar Amarillo entre sus dedos octogenarios.
—Uf, sí. Muchísimos. Pero ya no queda nadie. El que no se ha muerto se ha ido.
Acto seguido, me cuenta que su padre pertenecía a la sociedad Chung Wah de Cárdenas, pero que ella nunca ha recibido ningún tipo de ayuda o comunicación por parte de esta u otras asociaciones de chinos en Cuba.
—Aquí no hay mucho que contar, mijo: las colas, la jubilación que no alcanza. Es lo mismo con lo mismo todos los días.
Son muy pocos los asiáticos originales que quedan hoy en el país, pero sus descendientes sí que son unos cuantos: en Varadero mismo existen varias familias que merecen una mayor atención, pues son ellos quienes cargan con la memoria viva de toda una generación de emigrantes.





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