Héroes soñolientos con mochilas a la espalda
Hace poco me he visto en la necesidad de trasladarme un par de veces a la Universidad, siempre bien temprano para agarrar la guagua —el día que ha habido—, y, como consecuencia, a los casi tres años de graduado, por primera vez me siento a escribir de un tema que más bien eludía cuando cursaba el periodismo antes de ejercerlo.
Se trata de un tema común, sobre todo, entre los muchachos de primer año de esta carrera, y dentro de este género que llamamos “comentario”. El primero que les viene a la mente a la mayor parte de ellos en cuanto caen de prácticas en un medio. Más que redactar, lo vomitan. Les oprime tanto por dentro que necesitan verterlo sobre la cuartilla, a menudo en nombre de la comunidad universitaria. Es el sacrificio.
Algunos lo abordan desde el transporte, varios desde la alimentación, otros desde muy variadas afectaciones extracurriculares, pero siempre desde la precariedad como fondo y apuntando hacia un término, un concepto que, quizá por su juventud y falta de sucesiva experiencia, les cuesta abarcar al inicio. El sacrificio, repito.
No sé si una vez graduado se contempla mejor el trecho recorrido, no sé si el que todavía estudia se considere así, pero para mí el estudiante universitario de estos tiempos está cerca, muy cerca, de merecer que le llamen héroe. Sin solemnidades, sin ponderaciones: un héroe en el sentido más directo, determinante y natural de la palabra. El héroe que lo es porque no le queda de otra, porque le ha tocado desenvolverse en condiciones tan adversas que cualquier esfuerzo por enfrentarlas parece heroico.
Su caída de ojos a primera hora en la parada, su flexibilidad dentro del molote en el ómnibus o la camioneta, sus cálculos con la vista en la billetera cuando se adentra en el mercadito… Es que, ¿cómo no admirarles? Aunque empleen otra jerga, aunque vistan distinto, aunque en todo parezcan seres del futuro —que para algo son su jerga, su vestir y su futuro—, hay cualidades que me conmueven en cualquier tiempo y lugar donde bregue el hombre.
La Universidad es un contexto casi que moldeado para tal fin: convive el profesor recto y formal, de camisa por dentro, con el estudiante relajado e informal, de camisa por fuera, y encuentro ambos arquetipos cada vez más unidos por los mismos contratiempos, por los mismos avatares, por los mismos cansancios.
Temo pecar de reivindicativo, pero creo que señalo un fenómeno que salta a la vista lo suficiente para no ser yo su único testigo: solamente en gastos de viaje y alimentos, en compra de libretas y mochila donde llevarlas, en horas de estudio perdidas por la situación energética actual, podemos medir la magnitud del que lucha por un título, del que con mucho esfuerzo lo conseguirá, del que con tanto o más esfuerzo no podrá hacerlo.
El sacrificio muchas veces, por extensión, es también de la familia. Padres, abuelos, hermanos mayores, padrinos, tutores legales, quienesquiera, que no paran de tejer para el barrio, de empujar el bicitaxi, de revender lo irrevendible, con tal de garantizar el sostenimiento del chiquillo o la chiquilla en la carrera por la que optó y en cuyo transcurso hay que apoyarle.
Aunque, tristemente, haya alguno por ahí que disimule en clase el cansancio de sus espaldas, luego de trabajar horas de pie como dependiente, o haciendo una ayudantía de albañil de tarde en tarde, o tejiendo o boteando o revendiendo a su vez, porque ese a lo mejor no tiene la suerte antes descrita de una familia implicada. O la tiene y con eso no basta, no le alcanza.
Por supuesto que, asimismo, en medio figura el que dispone de mayor suerte para trasladarse o no ayunar durante los cinco minutos de receso entre turno y turno, el que no sacrifica demasiado al asistir al centro. Su sitio es natural dentro de la gran masa de altos estudios, va a estar siempre ahí, y es igual de justo aplaudirle, vitorearle, cuando el día de la graduación suba a recoger el documento que justificará sus años de desvelo.
Solo que esta vez escribo de los que, ese mismo día, merecerían cuanto menos mi más sincera ovación, la más desgarradora de garganta, la más ardiente de palmas en el aplauso.
Con esto no pretendo simpatizar ni secundar en reclamos a la generación nueva, ni apadrinar en espíritu a quienes ahora veo como un día me vi yo. Tan solo me limito a valerme de su heroísmo cotidiano, madrugador y encarecido, para escribir el texto que durante mis prácticas, cuando fui uno entre tantos de ellos, por falta de sacrificios eludí.