Pueden cambiar los tiempos, los procederes y las normas, pero no los principios. Foto tomada de Internet
En 1922, los estudiantes de la Universidad de La Habana se veían tan presionados por la realidad que, para transformarla, tuvieron que aliarse en una organización. Hoy nos suena el nombre de Julio Antonio Mella por eso, entre otras razones. El de la hermandad allí creada no ha variado.
La Federación Estudiantil Universitaria (FEU) nació con el objetivo de enfrentar la corruptela imperante entre el profesorado, establecer la autonomía de la casa de altos estudios y, a mayor instancia, lograr una representación para sus miembros en la toma de decisiones, ante cualquier medida o ley que se pudiese aplicar arbitrariamente sobre un solo integrante de la joven legión.
La efe, la e y la u mayúsculas se unieron para identificar a los unidos. Un símbolo de cambio y esperanza, en la misión de exigir derechos y respeto. Una incomodidad para los acomodados en el nicho de la neocolonia.
Apareció la Universidad Popular José Martí. El Primer Congreso Nacional de Estudiantes. Alma Mater y Juventud se esparcieron de mano en mano. Sicarios de la nocturnidad mataron a Mella en el exilio y la sociedad cubana siguió recibiendo influencia de la organización que había dejado atrás. Feu equivalía a pólvora, a la mecha de la conciencia al fin encendida.
Desde entonces, han cambiado los tiempos y los hombres. La Feu trascendió La Habana. Los estatutos se modifican por la inercia de la historia, igual que las terminologías, los procederes y las causas. Hasta las batallas se libran de otras maneras. Los principios, por el contrario, permanecen.
O deben permanecer. Tienen que permanecer. Es, cuanto más, doloroso imaginar a un líder estudiantil cubano sin crítica atragantada en el pecho, temeroso de discutir su punto de vista con la autoridad que sea, mecanizado ante el micrófono, sin empuje para identificar consigo a la masa formada en el matutino, estorbando en el camino de los valientes.
Del líder estudiantil cubano se espera justo lo contrario. Tantas cosas que parecen muchas, demasiadas para el pobre muchacho. “Al final es un chiquillo, ¿no?”. Sí, un chiquillo que toma el batón de predecesores ilustres. Que promete a dar la cara a la incomprensión de cualquier adulto reticente y a la queja insistente de sus coetáneos, esos miles en cuyo nombre ejerce. Por tanto, no cualquier chiquillo. Es el que eligió ser, el que por otros fue elegido.
No se pasa por la universidad sin pasar por la FEU. Son sinónimos ya, a estas alturas del tiempo. Está por todas partes, en todas las esferas, y en alguna te tocará. Si no en la política, sí en la deportiva. Si no en la curricular, sí en la amorosa.
Te la toparás por doquier desde el día de entrega del carnet hasta el de tu despedida, así evadas los cargos y responsabilidades que conlleva entrar a su núcleo, así elijas el camino de los representados y no el de los representantes. No hay cómo evitar el contacto, de penosa inconformidad o jubilosa satisfacción, con la entidad que surgió para ti un siglo antes de que nacieras.
Durante unos añitos velará por tus pasos, llevarás encima la marca Feu como un aura. En la salidita de por la noche a la discoteca de Varadero. En la vigilia por algún aniversario luctuoso. En el acto mañanero que te espabila por los bafles. En el ejemplo insufrible de un federado que hasta con razón te cae mal. En la silueta que recorre el pasillo central con ese pulovito unisex para volverte loco. En la constancia de esa orden ancestral a lo largo de tu devenir universitario.
He ahí la dureza no siempre asimilada de esta organización que hoy cumple 102 años: ser magnánima y lo más funcional posible vista desde fuera, a ojos del alumno a ella ajeno, y un torbellino de retos y creatividad por dentro, donde hasta el menor detalle tiene que debatirse para seguir siendo digna de la comunidad que representa.
102 años de la Feu. Caramba. ¿Qué diría Mella?