Por cada línea que sepa el alumno…
Corre diciembre. En cuestión de semanas tocará nuevamente al calendario el Día del Educador y, probablemente, en estas mismas páginas aparezca un merecido elogio, o el llamado a cuidar esta profesión desde fuera.
Hoy invito a cuidarla desde dentro. Apelando a la esencia misma del que empieza a educar.
Todavía recuerdo cuando en mi secundaria el profe Rubén, ya viejito pero consagrado hasta el fin, detuvo a mi madre un día para decirle que veía en su hijo aptitudes para la docencia. Que yo podía ser un buen profesor. Él sabría. He ejercido como tal unas cuantas veces, no tan remuneradas salarialmente, pero con ganancias en experiencias.
He vuelto a concebirme ante un aula. Rememoro una frase habitual de aquel viejo profesor de Historia que me tocó y predijo parte de mi destino. La misma que pienso en cada ocasión que he tenido de planificar una clase, impartirla, orientar una tarea o ejecutar una evaluación: “¡Por cada línea que aprenda el alumno, el maestro debe saber mil!”.
He ahí el antídoto de los mediocres con tiza en mano.
A la hora de la verdad es el infalible motor de arranque que me mantiene activo entre bibliografías, ajustando el contenido, procurando por todos los medios que mi asignatura guste. Con ella en el pensamiento, creo que muchos docentes se replantearían sus modus de trabajo hasta dar con la solución. Yo replanteo así el mío cuando siento que en algo fallo.
La solución al por qué no aprenden nada los chiquillos, al por qué se te duermen mientras intentas explicar lo que malamente leíste, a cómo sentir motivación de este lado y transmitirla hacia el otro. Se trata, en última instancia, del pequeño, evidente y significativo secreto de la autoexigencia.
Por supuesto, hasta puntos racionales. Autoexigencia en el sentido de una correcta autopreparación. La suficiente, la básica antes de enriquecerla de forma natural y no forzada. Basta con informarnos ordenadamente sobre los aspectos que vamos a abordar y, si se dispone de mayor tiempo, conviene sobremanera aprovecharlo para profundizar en la materia que nos apasiona.
Parece una obviedad o una mirada tal vez simplista sobre el asunto, pero la vida me ha enseñado que existen dos extremos tremendamente distantes en los que suelen incurrir los educadores en formación: uno, el desinterés y la falta de preparación; otro, la aspiración de saber en exceso y abarcar mucho, con lo cual…; e intermedio, el punto de contacto equilibrado entre ambas formas de pedagogía.
Alcanzar esa equidistancia, la que permite operar ante la pizarra sin tanto margen a la pifia y a la duda y al caos, a algunos les lleva una vida entera prácticamente. El resultado opuesto consiste en esos profesores cuyos turnos no soportas porque no soportan ellos mismos darlos, o les apasiona recordarte cuán poco conoces. A menudo les juega mucho en contra el temor a que un aventajado le saque ventaja delante del resto del grupo, y proyectan de sí mismos lo burdo o lo condescendiente.
Lo peor es que el alumno siempre lo nota. Advierte enseguida en qué el profe tiene su fuerte y también en qué no, y aunque a alguno le dé igual, a la mayoría le fastidiará. Un monigote leyendo textualmente en directo el contenido no es la idea de retroalimentar un vínculo como el de alumno-profesor, que tan provechoso y útil y dinámico debe ser.
Después de todo, un educador se encuentra en una eterna fase de formación, ¿no? Siempre hay mil líneas nuevas que aprender, y un alumno que nos pondrá a prueba con tan solo levantar la mano.