El estrés en la mujer. Foto: tomada de Womenshealth
Comprar pan, dejar descongelando el picadillo de la comida, recordarle a mami las medicinas, pasar por el punto del gas para conseguir un turno, completar las mil tareas pendientes del trabajo, regresar temprano para recoger la ropa lavada, cocinar el arroz antes de que quiten la corriente, llamar al plomero porque el salidero ya no aguanta más, reprogramar todas las entrevistas de la mañana siguiente porque van a sacar pollo en el punto de venta… son solo algunas de las tareas que integran la interminable lista que siempre llevamos a cuesta las mujeres.
Sí, las mujeres, porque somos nosotras, aún en contextos y dinámicas familiares de supuesta equidad, quienes asumimos esas otras responsabilidades que por lo general suelen caer en saco roto o, mejor dicho, como lo definiera una amiga hace unos meses, en la jaba que llevamos siempre sobre la cabeza.
Y noten que en mi lista personal hablo desde mis privilegios: de no tener familiares a mi cargo, de no asumir aún la maternidad y de tener un horario laboral relativamente flexible que me permite ordenar mejor los tiempos, pero como ya sabemos, cuando estas realidades no se cumplen, la pesada carga mental de la cotidianidad termina por sobrepasarnos y provocar, entre muchas otras consecuencias, una ansiedad y un estrés permanentes que por lo general terminan repercutiendo en la salud física y mental.
Muchas veces, al dialogar con amigos y familiares sobre este asunto, a pesar de resultar un tema cada vez más tratado en medios de comunicación o estudios académicos con perspectiva de género, he chocado con cierta incomprensión.
Mi abuela por ejemplo, ama de casa toda su vida, jamás consideró su aporte a la familia como un trabajo. Por eso, cuando a media tarde la visito, le cuento de mi día y le digo que me siento agotada, me dice que estoy cansada de no hacer nada. Ella, una mujer probablemente con una carga mental superior a la mía durante toda su vida al cuidado de un hogar, hijos, padres y hasta hermanos.
En el otro extremo, están colegas y amigos hombres que niegan este hecho, alegando que ellos también tienen su parte de carga mental; y aunque en esto último tengan razón, no se trata de una apreciación personal sino de estudios y estadísticas que dictan que, en efecto, además del estrés laboral, somos las mujeres quienes asumimos en mayor medida el trabajo doméstico y de cuidado también de buena parte de las responsabilidades parentales dentro y fuera del hogar.
Sí, se debate y se estudia muchísimo este asunto, quizás hoy seamos más conscientes de lo que implica, pero continuamos siendo, en muchos casos, igualmente incomprendidas.
¿Por qué asumimos nosotras estas responsabilidades aparentemente invisibles?
Pues porque justo como ocurre con otros rezagos patriarcales, esta carga mental, entendida como esa lista interminable de quehaceres y preocupaciones a las que se añaden las propias del desempeño profesional o laboral, deriva de un modelo de gestión de tareas vinculadas con roles culturalmente asignados y asumidos tradicionalmente por mujeres.
El propio modelo machista de hombre proveedor otorga a las mujeres supuesta solvencia económica; sin embargo, de él se derivan muchas otras responsabilidades, además de la carga doméstica, que termina ubicándonos en roles de administradoras absolutas del hogar: responsables de organizar tareas de limpieza y de cuidado del hogar, cocinar y cuidar a los hijos, de prestar atención al arroz que se está acabando, a recorrer puestos de venta para encontrar las mejores ofertas, a ordenar la vida de cada miembro de la familia y, asimismo, brindar apoyo emocional y ser comprensivas en las más adversas circunstancias.
En ese sentido, cabría mencionar otro tipo de carga aún más invisible presente en algunos entornos laborales. Hablamos de cierta expectativa no explícita pero sí evidente y palpable de que las mujeres, además de competentes sean capaces de promover cambios positivos a su alrededor. Se espera de ellas, además de que demuestren competencia, que anticipen necesidades, sean empáticas y mediadoras, lo cual añade un granito más al estado de alerta crónico que implica la carga mental.
¿Cómo acabar con esta distribución injusta de roles y responsabilidades?
Habría que comenzar por llamar a la reflexión sobre las normas y roles de género que incorporamos como propios y que guían nuestras metas, expectativas y modos de hacer. Por otro lado, se impone identificar y cambiar estas creencias que en su conjunto generan en quienes las asumimos, sentimientos de culpa, tristeza o ansiedad por no cumplir esas expectativas sociales.
Eso solo es posible si añadimos con nuestra pareja y con la familia en general una comunicación asertiva que permita negociar y consensuar aquellos aspectos que estén generando sobrecarga mental y, por tanto, malestar emocional.
Y claro, pasa por muchos otros factores como la educación y la deconstrucción de roles, estereotipos y conductas machistas que siguen incidiendo en que la equidad en nuestra sociedad permanezca en los límites de la utopía.