Nadie me lo ordenó, o sugirió. No lo hice porque el maestro me hubiese halado una oreja o mi familia me hubiese prometido un regalo a cambio. Ni por obligación, ni por persuasión. El único motivo que me impelió a salir en busca de una flor aquel día fue el propio Camilo.
Llovía, escampaba y al poco rato volvían a quebrarse los cántaros sobre la ciudad. Así de intempestivo y monótono transcurría aquel 28 de octubre de inicio de los 2000 en que me empeciné en echar una flor a las aguas. No a las del mar, que para el niño medio enfermo de El Naranjal que yo era me quedaba más que lejos, sino a las de cualquier riachuelo, charca o torrente callejero de mi barrio.
Tomase el camino que tomase, fuese a parar a los manglares o a estrellarse contra un contén, no me importaba: solo quería lanzar mi ofrenda al cauce desbordado y verla flotar, sostener con sus pétalos hinchados mi ilusión de estar cumpliendo una misión importante. Como si el de la famosa sonrisa y el sombrero grande volviese a vivir un poco gracias a mí.
De modo que, en la oportunidad que me brindó un escampado, corrí como un furtivo hacia la cuadra de enfrente, de un salto crucé la acera y frené ante el monumento martiano que una pequeña alambrada custodiaba sobre césped. Estiré mi brazo entre las púas protectoras hasta donde pude y lo retiré con una rosa cogida en la punta de los dedos, arrebatada a su tallo sin sangrar. El Apóstol me miraba sin reprobación desde su busto, así que huí sin mirar atrás para completar mi autoimpuesta tarea.
A tal punto me impresionaba y simpatizaba la figura de Cienfuegos, a la edad en que para mí los patriotas de los murales eran como los de cualquier aventura, serie o película: dignos de hacerme su fan, el infante dispuesto a emularlos con una ametralladora imaginaria en las manos, infiltrado tras líneas enemigas y loco por disparar un poco antes de instaurar la paz en la tierra atormentada.
Dada su indisimulable juventud, dada la abrupta historia de su desaparición, dada la inexplicable cercanía que irradiaba hasta en caricatura, él captaba un lugar especial de mi interés. Desde que lo descubrí en un collage de personalidades históricas en mi círculo infantil. Allí estaba Mella, tan serio; Abel Santamaría, tan joven y triste; Céspedes, tan señorial; pero en medio de la solemnidad de unos y otros rostros, Camilo era la vitalidad pura, el niño que se resistía al paso del tiempo, el retrato más desenfadado.
Me hubiera encantado ser compañero… ¿Qué digo compañero? Amigo, hermano de campaña, más de él que de cualquier otro rebelde. Solicitar sepultura lo más cerca posible de su tumba, como repetían muchos de los hombres bajo su mando, o los deseosos de peligrar y pelear bajo su mando.
Cuando los mayores me hablaron por primera vez de su bravía, de sus anécdotas, de su vacío en el país que ayudó a liberar, no era necesario; con solo estudiar su mirada en las ilustraciones, pegatinas y propagandas varias, sabía yo lo valiente que fue, y lo benigno, y lo entrañable.
Por aquel entonces, yo no obedecía todo el tiempo la canción que dice que a los héroes se les recuerda sin llanto. En las horas de soledad, de introspección y asalto al librero mientras aprendía a leer, era capaz de conmoverme al leer hazañas reales y, justo después, advertir la ausencia de los imprescindibles, esos que me tuvieron en vilo y ganaron mi admiración en los minutos y párrafos anteriores.
En este caso, la ausencia, narrada en generación tras generación, de alguien responsable de mi Historia, de mi orgullo por saberme nacido en un lugar llamado Cuba y, a los pocos años, estudiante de una escuela con su nombre.
Nunca volví a hacer lo que hice aquel lluvioso 28 de octubre. A partir de entonces, lo he emulado de otras formas. Por ejemplo, cuando la realidad descarga su artillería pesada y, aun así, de algún sitio saco fuerzas para seguir luchando y sonriendo. Sin decirme una palabra, solo desde sus fotos, Camilo me aconsejó ir siempre cargado con sendos cartuchos de sonrisas, que tanta falta hacen cuando el tiempo se resiste a mostrar la buena cara.
Me pregunto si, de haber vivido más, las canas hubiesen sido para él como su barba: un disfraz insuficiente para quien siempre será joven, para quien siempre esboza la alegría. O si, por el contrario, hubiesen atribulado una fisonomía curtida como nunca llegamos a verla, bajo el peso de enseñanzas, reveses y batallas que se quedaron sin librar.
Nosotros, los que una vez jugamos a ser él, nos quedaremos sin saberlo. Sin conocer la madurez del héroe. Pero al menos, en esa tarde intempestiva y monótona, el agua no se quedó sin mi flor.