La zozobra y lo poco que nos sobra después de un ciclón. Foto: Lorenzo Crespo Silveira/ACN.
Confieso que no conozco mucho de Guantánamo. Tal vez ocurra por ese occidentalismo que prima en este país, donde ciertos territorios parecen islas dentro de la Isla, aunque podamos llegar a ellos si atravesamos el lomo de esa serpiente de tierra y piedra que es Cuba.
Sé que hay un mar y montaña por un poemario de Regino E. Boti. Sé que al equipo de pelota lo llaman los Indios del Guaso, porque compartieron durante mucho tiempo el fondo del fondo de la tabla con Matanzas en la Serie Nacional.
Sé que después de la Revolución de Haití muchos colonos franceses emigraron hacia allá y por eso en aquellos lares exhiben muchos apellidos de los que te hacen contonear en demasía la lengua para pronunciarlos. Sé que de ahí viene uno de los mejores cafés que he probado, tan oscuro como si repelieras tu propia oscuridad interior con un solo buche.
Sé que la Cuba que conocemos, con estas casas de ventanales amplios para que corra la brisa del Caribe y balcones para que el chisme corra como la misma brisa, comenzó allá en Baracoa. Sé que este país se armó de Guantánamo para acá y no viceversa.
Tal vez no domine tanta información de aquellos sitios como debería; sin embargo, como todo cubano, le temo a los ciclones. Resulta un temor que llevamos en el ADN. Incluso nuestros aborígenes, como los que vivían a las orillas del Guaso, le rezaban al dios Huracán, el de dedos gigantescos de viento que cuando rastrillaban la tierra no dejaban impune nada. Él jala las raíces de los árboles como el hilo suelto de un pulover viejo y tumba las casas como el mal perdedor del dominó que con un manotazo derriba todas las fichas de la mesa en medio de la data.
Quizá como en Matanzas hace mucho no nos golpea uno de esos desastres, cuya forma vista desde las alturas parece una sierra de carpintero, ese miedo lo tenemos aplacado, como en espera. No obstante, al contemplar las imágenes o al leer los testimonios después del paso de Oscar, recuerdo que en esta Isla compartimos los mismos miedos, lo que a veces se distribuyen mal.
Ellos, los damnificados, los que probablemente renieguen de piscinas o ríos y hasta les asuste cuando abran la llave del fregadero, porque les recuerde las lluvias, pudieron ser yo. Ellos, los que en el futuro tal vez sientan que toquen en su ventana en la noche, con esos desesperos del viento de madrugada, y aprieten la sábana contra el cuerpo como un sudario y pierden el sueño, pudieron ser tú. Ellos, los siete que encontraron su ataúd en el agua, cuyo último sacramento se oyó como el silbido metálico de las ráfagas, pudieron ser nosotros. Compartimos ahora no solo el horror del dios Huracán, también el dolor que deja después de su visita.
También resulta complejo entender la zozobra del sobreviviente. Ese que, de todos los domingos que le han tocado, recordará el de este 20 de octubre con tanta fuerza como quizás otro en que le nació un hijo, en que agarró la borrachera más grande, en que enterró a algunos de sus padres.
No imagino la desesperación del que creyó que le llegaría el fin lento del ahogado; el que primero se trepó encima de sillas y sofás, pero el agua subió hasta allí y luego se encaramó en la placa, donde se juntan palomares y antenas de televisión, y aun así no fue suficiente.
Hablo de los mismos que al otro día debieron colocar su vida a orear para saber cuánto de ella quedó, si resistieron los transistores del Panda, si la guata del colchón no se desprendió del hierro de los muelles o si las letras de los libros ahora son manchones, ininteligibles, como un viejo lenguaje para llamar a entidades primordiales que no buscan más que la destrucción. Compartimos el horror, el dolor y la zozobra.
Como mismo el tránsito de sierra de un ciclón deja detrás suyo historias tristes, a la vez nos regalan otras de desprendimiento y valor. Aquí las hubo: muchachos con agallas, de pez y de hombre, que atravesaron ríos donde antes hubo calles y CDR para salvar al vecino en apuros, esos héroes que a lo mejor ni ellos sabían que lo eran, solo les nació y ya. Compartimos el miedo, el dolor, la zozobra y la admiración.
Tal vez como compartimos tanto con ellos —aunque yo no sepa de Guantánamo todo cuanto quisiera, deuda que espero saldar— es que tantos y tantos se han brindado para dar su ayuda, con lo que se pueda, como se pueda, unos pantalones sin usar, una librita de arroz que no te sobra de la cuota, una edición de La consagración de la primavera, de Carpentier, un par de manos temblorosas, lo que sea, para mis hermanos, lo que sea.