Él no sabe, no puede saberlo. Fotos: Raúl Navarro González
Se fue de nuevo. Mamá se acoda en la meseta. No puede creerlo, ni a media hora llegó. Él levanta la vista. Mira al techo, a la pared, buscándola con sus ojitos brillosos. Cuando la encuentra, sonríe con cara de “Mamá, se fue de nuevo”, y regresa a lo suyo. Ella se lleva las manos al rostro, en un gesto que no dura ni siquiera un segundo, porque se las limpia en el vestido, suspira y regresa a su faena, solo que ahora deberá cambiar de planes. No le queda de otra: vuelve a encender la lámpara, abre la tapa de la arrocera, saca la olla y la pone sobre el fogón. “La suerte es que tenemos gas”, dice bien bajito, como para que el niño no la oiga, y prende la llama. Él no sabe, no puede saberlo.
El fulgor del celular le ilumina el rostro. Un rostro angelical, de niño bueno. Nada de gatica de María Ramos, yo no fui o Juan, me tiene sin cuidado. “Él es un pan”, dice siempre su abuela. “Y menos mal que no de la bodega”, agrega mamá. Ahora se acuesta sobre el piso, ensimismado. En la pantalla, un avatar colorido se mueve, gesticula, interactúa con él. De vez en cuando le hace preguntas, y él responde, se ríe, alza la cabeza, buscando algo o alguien que comparta ese micromundo que se acaba de crear en las tres o cuatro lozas que abarca su cuerpecito: él, la pantalla, el avatar, las preguntas.
Nadie le hace caso. Solo lo miran a cada tanto, comprobando que está ahí, que se entretiene, que todavía le queda carga al celular, porque a mamá se le olvidó conectarlo hace un rato. Él no sabe, no puede saberlo.
Su sombra se proyecta levemente sobre las baldosas. Él la mira, abre la boca, palpa el suelo con los dedos, se estira. De pronto, otra sombra se suma a la suya. Él la reconoce, sonríe, balbucea su nombre y ella se acerca. Lo huele, mueve la cola y se queda mirando el celular, absorta en las formas cambiantes. Él se alegra. ¡Por fin, alguien descubrió su paraíso, el pedacito de mundo que se inventó ―o más bien le inventaron― como forma de entretenimiento! Ella saca la lengua, jadea. Se ve que también tiene calor. Él la imita, y se ríe al hacerlo. Una gota de saliva le rueda por la barbilla.
Mamá lo mira, y no puede evitar sonreír también. “Al menos él no tiene de qué preocuparse”, le dice la abuela desde el sillón, y ella asiente en silencio mientras remueve los frijoles. “Bueno, no es el único”, añade luego de unos instantes, observando a la perrita echarse junto al niño. Ella tampoco sabe, no puede saberlo.
Se abre la puerta del cuarto, y el niño se incorpora sobre las rodillas al ver a su hermano mayor cruzar la sala y asomarse a la cocina. Su abuela lo mira, con cara de “no empieces, que el horno no está para pastelitos”, pero él no le hace caso y se acerca a su mamá, cabizbajo, con los pies muy junticos.
Cruzan algunas palabras, él señala hacia su hermano, que ahora se chupa los dedos de una mano mientras sostiene el celular en la otra. Ella niega con la cabeza, intenta explicarle, le acaricia el pelo, juega con sus remolinos. Él aprieta los dientes, golpea el suelo con sus pies descalzos y retorna a la sala, lanzándose de espaldas sobre el sofá.
El niño, al ver todo eso, rompe en una carcajada genuina, inocente como solo lo es la risa de un bebé, y regresa a la pantalla del celular mientras su diminuto cuerpo se retuerce sobre el suelo. Su hermano aprieta aún más los dientes y se coloca las manos sobre los cachetes, para luego quedarse observando el mismo avatar danzante que atrae las miradas del niño y la perra. El pequeño se da cuenta, y el rostro se le ilumina ―incluso más que con el brillo del teléfono―: ¡ya son tres los que disfrutan del pedacito de felicidad con forma de rectángulo luminoso que se abre ante sus ojos!
De pronto, el niño aprieta el rostro, dando a entender que algo anda mal, y se incorpora del todo. Su hermano es el primero en percatarse, y llama a mamá con un grito. Ella llega corriendo, justo cuando el pequeño se oprime la barriga y murmura las dos sílabas que le enseñaron a repetir desde que pronunció sus primeras palabras: “ca… ca”. Todo sucede en cuestión de segundos; él casi que ni se da cuenta. Tibor, calzoncillos bajados, masajito en la panza. El celular en ningún momento se apartó de sus manos.
Mamá se sienta en el sofá y, mientras espera a que el pequeño termine, repara en las formas que danzan sobre la pantalla. Él se da cuenta de que ahora ella también es partícipe del hechizo, y sonríe, como si la comida del congelador no se les estuviera echando a perder. Pero él no sabe eso, no puede saberlo.
“¡Terminé!”. Mamá se pone manos a la obra y pronto el nené está limpio. Mientras ella se las arregla para no dejar ni un rastro de suciedad, el hermano mayor sostiene el teléfono ―que no quiere soltar cuando ya los calzoncillos están arriba y ella no hace más que extender la mano y mirarlo con cara de “dáselo, no crees más problemas de los que ya tenemos”―.
En un principio, él se muestra renuente, pero finalmente cede ante la presión de la madre y la mirada suplicante del niño, que hace un pequeño puchero. Desde la cocina, la voz de la abuela se alza y recorre la casa con ecos de cueva prehistórica. “Ya está la comida, ayúdenme a servir la mesa”.
Todos ayudan. No es mucho lo que se sirve, pero es lo que hay. Mamá carga al niño y lo sienta en su sillita. Al frente, el plato con divisiones, el biberón. Los cuatro comen en silencio, masticando lentamente cada bocado. Él empieza a sudar. “Es normal, la comida está caliente”, explica la abuela. “Voy a tener que bañarlo de nuevo”, se lamenta la mamá. “Es la tercera vez hoy, se va a enfermar”. “¡¿Y qué quieres que haga?!”.
Al principio, el niño permanece imperturbable ante la discusión. Solo atina a mirarlas, alternando entre las intervenciones de la una y la otra. “Mima, es que la Guiteras…”. “Hija, tú no entiendes, los microsistemas…”. El niño empieza a llorar. Ellas se callan. Solo se oyen las goteras, el grillo del patio, los sollozos. Mamá y abuela se miran, lo miran a él, respiran profundo. No se ve de dónde ni quién saca el celular, pero lo encienden y se lo ponen delante. En sus pupilas se reflejan los colores, las figuras en movimiento. Él se calma. Ahora es mamá la que llora en silencio. Pero él no sabe, no puede, no debe saberlo.
Esa es la desgraciada infancia que están viviendo los niños de los trabajadores, nietos de los jubilados y pensionados en esta patria cubana, ellos no saben y cuando crezcan quizas no conozcan las insuficiencias del pueblo cubano en alimentos, medicinas, petróleo, gas licuado, salarios, pensiones y jubilaciones, desparpajo con los precios abusivos y normales de los particulares ,MIPYMES y el Estado de la nueva continuidad, el transporte, la educación, la salud pública, etc. etc de un socialismo que no ha sabido superar el bloqueo y sólo se queja de él. El no sabe, y ojalá nunca sepa……