«¿Pa qué sirve un delegado?», te preguntas muchas veces cuando tus intentos se estrellan contra ciertos muros de contención tan sólidos que parecieran inamovibles, por más energía que se le ponga al asunto; y es que al final, el vertedero de aquel reparto crece y crece, inamovible también, y lo asumes como una derrota personal.
Un delegado, aunque algunos ni lo sospechen, se llena de preocupaciones, inconformidades y muchas batallas perdidas, que pesan demasiado en una agenda colmada de planteamientos que no siempre hallan respuesta inmediata.
En lo personal, no te convence hablar de planteamientos ni te sientes creíble enumerando los envejecidos, tramitados o con respuestas. A ciencia cierta, era la parte más monótona de los informes que escuchabas en las rendiciones de cuenta a las que asististe como elector.
Si te preguntan hoy pa qué sirve un delegado, no sabrías qué decir. Tendrías que revisar las hojas e informes que te han entregado en los últimos tiempos, y quizá te topes con algún problema al que se le dio solución; pero para ti siempre tendrán más trascendencia los que no la tuvieron.
No crees haber resuelto mucho, hasta que una de las familias más humildes del barrio se desvive por que aceptes su invitación a almorzar. No encuentras un argumento convincente para declinarla, porque, según dicen, «eres su delegado y no saben cómo agradecer tus continúas gestiones para hacerles la vida más llevadera».
Aceptas finalmente con un nudo en la garganta. Mientras te sientes objeto de atenciones desmedidas, quisieras decirle que tus problemas en ocasiones pasan a un segundo plano, porque hoy nada es más importante en tu vida que conseguirle un colchón a Manolito, ese hombre de 55 años que se volvió niño desde que un derrame cerebral trastocara su existencia.
«¡Mami!» y «¡Ay Dios!» son las únicas palabras que el otrora informático logra articular, no sin cierta dificultad. Observo sus dedos rígidos producto de la lesión cerebral y me pregunto, una y otra vez, ¿qué sería de Manolito sin el cuidado de su madre Olga?
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Si algo he descubierto en estos meses es que un delegado que recorre su barrio y se detiene a escuchar, aunque a veces las palabras al principio resulten hirientes, se gana el respeto. «Al final, delegado, sabemos que no tienes la culpa». Y el tono condescendiente te fortalece un tanto, porque te asumen como alguien cercano.
Por eso han llegado a ser tan importantes en tu vida Olga y Manolito, y sientes que su suerte es la tuya, como tuya será su padecer o alegría.
Debieron pasar los meses, quizá más, para que te llamaran “periodista”; sin embargo, apenas unas horas después de resultar electo delegado, ya no te llaman de otra forma.
Y este ejercicio ha sido hermoso, aunque exasperante en ocasiones. Pocos sospecharán lo que representa para un delegado que un elector se le acerque para exponerle una situación, aunque exista esa especie de acuerdo tácito de que tal vez no resuelva nada. Pero al menos los electores, es decir, el pueblo, necesita constatar que muy próximo a él permanece esa persona presta a conocer sus vicisitudes y a gestionar una solución.
Y vas entendiendo de a poco que desde que eres delegado recorres tu barrio de manera diferente, porque te urge saber todo sobre las personas encamadas, los vulnerables, los niños enfermos, aquel pequeño que perdió a su madre, de la casa con problemas de cubierta, o cuánto ha crecido el bache que por momentos asemeja una laguna, aspectos en los que apenas reparabas y hoy te provocan desvelo. Puedes correr con la suerte de que más de uno lo note y te salude con simpatía. En ese punto entenderás que sí ha valido la pena.