Vida en Series: Un misterio en la cumbre
Hoy no será la única vez que me dedique a Twin Peaks, porque todos, hasta quienes la desconocen, le debemos mucho de lo que hoy amamos en televisión, streaming y cuanto soporte nos eche dramas por episodios. Sin ella, una sección como esta no tendría materia prima. Por eso hará falta volver cada cierto tiempo a la matriz.
Hace poco, almorzando con unos colegas, empezaron a debatir cuál era la serie que lo había cambiado todo. La que marcó el antes y el después, dignificando a sus sucedáneas a la altura del cine y echando por tierra las diferencias entre un medio y otro por siempre. El que más se acercó, de los contendientes, se quedó en Expediente X. Yo no hablé, más que nada por disfrutar el almuerzo a boca llena y oído puesto, pero incluso Expediente X sale de Twin Peaks. ¡Y nadie en ese local hablaba de Twin Peaks!
No voy a intentar, en ningún momento, ocultar mi devoción hacia la que considero modélica, para bien y para mal, con respecto al aluvión que ha venido luego. Sé que aventurarla como la mejor de la historia en discusión con un fan de Juego de tronos, por ejemplo, sería arriesgado y motivo de risa. Empezando por la mía, porque cada vez me atrevo menos a definir como “mejor” nada, ni serie, ni película, ni canción, ni experiencia en la vida. Todo cumple su cometido.
Me marcaré límites, por tanto, para no absolutizar acerca de una travesía en tres temporadas, con mejores y peores episodios y oportunidades miles de ser analizada en varios escritos, dada su complejidad e importancia histórica. Hablaré en esta ocasión de su primer capítulo, el llamado Piloto, uno de los dirigidos por David Lynch, sacado al aire en 1990 con una duración de hora y media. En Italia, si mal no recuerdo, al poco tiempo se proyectó como película. Toda una experiencia.
Bien: es quizás el mejor primer capítulo que haya tenido nunca una serie de televisión, y con él se siente que Twin Peaks podría ser también la mejor. Una obra maestra inaugurando otra obra maestra. Qué pocas líneas me ha durado esto de ser objetivo.
De entrada, con el Piloto ocurre igual que con la propia serie: no necesita explicarse a plenitud para atraer, ni ser perfecto para hipnotizar. A veces hablamos de masterpieces con suma exigencia, como si Centauros del desierto no pudiese tener fallos de continuidad o Like a Rolling Stone una nota desafinada. Pues Twin Peaks es maravillosa hasta en sus imperfecciones, hasta en sus personajes más absurdos y situaciones menos serias o comprensibles.
Nos damos cuenta de ello cuando, después de muchos arquetipos de un lado a otro y pinceladas de thriller más comedia más drama, la sensación primordial es que estamos viendo una obra sin género estricto y de cuyas imágenes nos vino bien enamorarnos, de cuya esencia nos vino bien empaparnos, porque eso es lo verdaderamente irrepetible que nos ofrece. Uno la clasifica en “misterio” por asociación de patrones, pero en muchas series hay casos a lo Laura Palmer que se resuelven todos los días y no se antojan tan cruciales.
¿Qué claves recomiendo para disfrutar el contacto inicial? No porque las sugiera yo, sino porque la narrativa misma de Lynch lo consigue desde los primeros instantes de manera magistral:
a) Acercamientos previos al Lynch más noir, policiaco o deconstructor de su América: Terciopelo azul, Corazón salvaje, Carretera perdida, Mulholland Drive… Sobre todo Terciopelo azul.
b) No creer que vamos a ver La reportera del crimen, por mucho que haya un cadáver, un detective y una investigación. Precisamente por su estructura argumental, además de la factura, Twin Peaks fue revolucionaria.
c) Olvidarse de lo que pasa y disfrutar cómo pasa. El misterio de Laura Palmer no es de clase superior ni el melodrama es demasiado original, pero todo está contado tan bien que es como si nunca hubiésemos visto nada igual.
Al final, en efecto, no habremos visto nada igual.Me salgo ya de la escritura con incisos, que me recuerda a mis días de colegial, de libretas con infinitas anotaciones de clase y secretillos personales garabateados por aquí y por allá. Aquella etapa en que todos somos Laura, Bobby, James o Donna, aunque si muriésemos en extrañas circunstancias no tendríamos la suerte de redescubrirnos a través de un punto de vista ajeno.
Eso es fascinante, que una serie te plantee conocer a una persona, muerta desde el comienzo, compartiendo la sabia mirada de un director que no parece ocultarte los detalles. Y, por arte de magia, descubres (o intuyes) mucho de un personaje u otro por cómo reaccionan ante el asesinato que conmociona al pueblo entero.
Twin Peaks es, más que un punto en el mapa, un estado mental. Como el Chinatown de Polanski y Robert Towne en otro sentido. Es la pureza de postal a punto de resquebrajarse porque la cándida rubia Palmer ya no está, y se ha ido de qué manera, y a qué costo, y por qué causas. No en vano se muestra en los créditos como un lugar de cierto interés turístico, con su cascada y sus árboles y su normalidad total, y siempre creo ver el cadáver envuelto en plástico cayendo durante la presentación. Falling, falling…
Basta con tener un poco de sensibilidad auditiva y óptica, musical y cinematográfica, para caer embrujados por la melodía inmortal de Badalamenti, un verdadero angelo, tan pronto las cámaras bostezan y nos muestran los alrededores del sitio que nos cambiará la vida. Twin Peaks, pueblo pequeño… Tiene un nombre tan provocativo como “cumbres gemelas”, ¿qué podemos esperar?
Bueno, así de pronto, un juego constante con la iconografía de su nación. Desde el arranque, resulta que el hombre invade la naturaleza, el mal invade al bien, el crimen público invade al crimen solapado (en la tercera temporada, estos términos cobrarán mayor sentido). El héroe se llama Cooper, ¿por Gary?; la figura de autoridad se llama Harry S. Truman, ¿por Harry S. Truman?; el rebelde sin causa se llama James, ¿por Dean?; la señorita Horne se llama Audrey… ¿por no comportarse como uno esperaría de una Audrey? ¿Y dónde dejamos la gasolinera, el instituto, la cafetería, la pesca matutina, las llamadas a padres modelos en una mañana de clases? Lo más normal del mundo, lo más normal de América, se denota inquietante.
Además, si obviamos el cuidado de iluminación y la relativa neutralidad con que centra sus planos en personajes, acciones o ideas que vale la pena seguir, Twin Peaks se siente filmada como cualquier soap opera corriente de su época, y uno agradece que tal fluidez, que tal sencillez engañosa, se apliquen a un producto tan poco convencional. Tal vez por eso percibimos que, en manos de otro director, la premisa o la dirección de actores podrían caer en una vulgaridad irremediable.
Incluso al mostrar cómo se toman los padres de Laura las llamadas fatales o las actitudes de Bobby, con el esperado histrionismo, se nota en Lynch la frialdad de quien te susurra “Esto no es lo que parece, no te he mostrado nada aún”. Así se llega, minuto a minuto, a las zonas que parecen pero no son de una soap opera más. Y es tan raro Lynch, tan difícil de calcular por dónde viene su truco, que destroza lo que acabo de decir con una escena, mi favorita de esta hora y media que paró el mundo.
A pesar de la prudencia con que ha abordado lo telenovelesco hasta entonces, llega el momento entre James y Donna en la oscuridad del bosque. Lo que podía sacarnos la risa por su proximidad al cliché y a la bobada absoluta entre dos enamorados carilindos, con una espontaneidad tremenda se erige en una de las más conmovedoras, desesperadas y hermosas escenas de amor que un cineasta americano ha filmado desde Nicholas Ray.
Ni la Romeo y Julieta de Zeffirelli le hace frente a estos compañeros de instituto que se cogen los rostros con las manos, se besan como para huir de las sirenas policiales, bañados por una débil luz entre tanta penumbra, y se juran cosas sublimes con la mirada. Da gusto que un autor siniestro y encriptado consiga la exaltación máxima del amor juvenil sin dobles lecturas, con el mimo de un juguetero capaz de otorgar vida a sus creaciones y verlas interactuar en su pureza, simplemente dejarlas hacer, dejarlas decirse, a solas entre los árboles, a punto de enterrar un secreto.
Hasta ahora he hablado en tono de guía y promotor, a raíz de la experiencia que tuve hace pocos años, igual que millones de espectadores hace algunas décadas, pero el siguiente párrafo va dedicado a quienes ya conocen este episodio y los restantes, les gusten o no.
Verdad que da nostalgia, ¿eh? Leer los nombres de Kyle MacLachlan, Michael Ontkean o Lara Flynn Boyle, mientras Badalamenti nos golpea el corazón con el tema principal que compuso no sé de qué manera, alumbrado por no sé qué musa insuperable… ¡Y Sherilyn Fenn! Qué mujer, en nombre de Lynch. Es más, el mayor defecto del capítulo Piloto es lo poco que ella sale. El retorno a este comienzo deslumbrante que te vuelve fan aunque luego reniegues, con los créditos más placenteros que recuerdo, seguidos por el hallazgo macabro, la belleza clásica de la china, la exposición sólida de una trama delicada, todo en avance progresivo hasta cerrar con el retrato de esa diva escolar con perfume de Marilyn. ¡Si hasta por primera vez se pronuncia la frase “El fuego camina conmigo”, la sustituta televisiva de “Rosebud”, que gracias a Dios impidió a la peli del 92 llamarse Twin Peaks: The Movie!
Ojalá te conviertas, amigo lector, en un visitante regresado de ese pueblito llamado Twin Peaks, aunque solo te sirva para que discutamos amablemente durante un aireado almuerzo. Y si reniegas de tu viaje, del eterno enigma, de la sensualidad, de la atmósfera en que Lynch pretendió imbuirte, sinceramente espero que encuentres en el vasto mundo de la televisión tus propias cumbres. Yo encontré las mías desde que vi a Cooper agarrar la grabadora, a Audrey sonreír, a James y a Donna besarse y a David Lynch forjar en cada plano la serie que más quiero en el mundo.