Nostalgias de un mochilero: relato de un asesino. Imagen generada por IA
Hace más de una década conocí a Edwin, un señor de avanzada edad con quien entablé una extraña conversación mientras la ciudad se encontraba de carnaval. Me acompañaba Oscar, un viejo amigo de la universidad, quien se había aparecido en mi casa sin previo aviso para invitarme a formar parte de aquella algarabía reinante por los festejos populares.
Después de recorrer varias trochas decidimos dirigirnos al Viaducto matancero. Un pedazo de mar arrancado por el hombre y convertido en vía para descongestionar el tránsito en la ciudad y así alargar la vida de los centenarios puentes.
El viaducto bordea la parte sur de la bahía. Por allí partió Edwin décadas atrás, según nos contó más tarde.
“Hace unos 50 años todo esto era mar y la playa El Tenis era muy diferente a lo que es hoy”, inició su diálogo el veterano, quien se nos acercó sin acuerdo tácito, ni el saludo de rutina con el que los extraños comienzan a dialogar.
Se aproximó a nosotros y señaló el punto exacto donde se encontraba el atracadero por donde huyó, según él, porque no quería participar en aquellas grandes movilizaciones de la zafra. Ubicó el lugar a pocos metros de donde estábamos parados mientras sosteníamos nuestras cervezas.
“Corría el año 1961. Las primeras medidas revolucionarias no me disgustaron, pero cuando hablaron de cañaveral, movilizaciones, mocha, no lo pensé dos veces. Tomé un poco de dinero y me dirigí al atracadero. Por aquellos días la agitación era grande y muy frecuentes las salidas hacia los Estados Unidos”, contó con marcado entusiasmo.
“Algunos marcharon pensando que todo era cuestión de tiempo, hasta que a los yankis le diera la gana, pero la cosa se extendió. Ha durado más de 50 años”, nos comentaba aquella mañana del agosto del 2012.
“Cinco décadas es una vida y yo he pasado la mía fuera de Cuba, lejos de mi barrio”.
Nos comentó que el día que decidió partir un miliciano tan joven como él custodiaba los botes. Apenas hablaron. A las pocas horas ambos avistaban Cayo Hueso.
Mientras el veterano hablaba, Oscar y yo nos mirábamos, él desde su carrera de sicología estaba en presencia de un individuo con personalidad interesante, yo, incipiente periodista, sabía que tendría una rica historia por contar. Parte de la esencia de ambas disciplinas de aquellos dos recién graduados se basaba en saber escuchar al prójimo, por eso guardamos silencio y con suma atención esperamos el desenlace de aquella perorata.
La conversación llegó a su clímax cuando el emigrado afirmó que al llegar a los Estados Unidos se alistó en el ejército norteamericano y participó en la Guerra de Vietnam.
¡Estábamos frente a un veterano de Vietnam! Me vinieron a la mente películas como Forrest Gump o Platoon que narran las epopeyas de aquellos soldados que entre el humo de la marihuana y la tupida selva eran blancos fáciles de las trampas del vietcongs.
Por unos instantes, a pesar de su pequeña estatura, Edwin se me hizo grande. Las epopeyas de una guerra siempre resultan admirables. Al menos eso pensaba hasta que empezó a rememorar, festinadamente, a cuántos vietnamitas asesinó.
Con el dedo índice de cañón y el pulgar de martillo comenzó a disparar en aquel lugar repleto de personas que disfrutaban del carnaval, y derribó “amarrillos” sin importar si eran simples sembradores de arroz, mujeres o niños.
“O matabas o te mataban. Los arrozales eran letales, lo mismo salía una lanza, que una tabla con púas, y no hacías el cuento”, expresó con total frialdad.
Casi con desparpajo aquel hombre aseguraba haber matado a decenas, quizás cientos de hombres, y hasta mujeres y niños. Yo le escuchaba anonadado sin entender por qué nos contaba aquello, y la forma en que se vanagloriaba de sus crímenes.
En algún momento lo interrumpí para preguntarle si había venido a Cuba en otras ocasiones. Me explicó que con anterioridad le habían negado la visa por la parte cubana, pero esa vez no. “A lo mejor lo permitieron por caridad, porque ya soy muy viejo y no represento ningún peligro. Además, nunca me metí en política. Me dediqué a mi negocio, la venta legal de armas. Soy un especialista en armamento y hasta he realizado algunas innovaciones”.
Después de muchos años regresó a la que sentía era su tierra. Contó como en esos días mientras se bañaba en la playa El tenis, divisó un tronco en el agua y sin pensarlo dos veces, lo trepó para tratar de preservar el equilibrio, como cuando era pequeño. “Creo que fue el día más feliz, me sentí niño otra vez”.
Al notar nuestro silencio nos saludó calurosamente y se despidió. Yo no salía de mi estupor, porque aquel hombre que nos había hablado tan animadamente en un sábado de carnaval, que se guareció de la lluvia bajo el mismo techo que nosotros, que río y jaraneó, quizás nunca cortó caña, pero era un vil asesino.