Vida en Series: Dragones sobre mi ciudad

Vida en Series: Dragones sobre mi ciudad

Los dragones volvieron a volar, ¿pero están danzando? Voy a ser lo más directo posible: la segunda temporada de La casa del dragón ha sido una de las mayores decepciones que me he llevado en mi vida. Muchos dicen que no se debería comparar esta nueva serie de HBO con la mítica Juego de tronos, creada hace ya más de 10 años, y apuesto por hacer exactamente eso.

Ya que las sagas de Poniente supusieron un hito para la pantalla pequeña, no solo por la fuerza que adquirían y el fanatismo que generaban con el paso del tiempo, sino por desplazar a las personas de los cines a las salas de sus casas, con destino a un espectáculo de guerras, traiciones y dragones. Si Da Vinci hubiera pintado La Mona Lisa 2, sería imposible no compararla con la original. Sin más preámbulo…

La segunda parte de La casa del dragón comienza justo donde terminó la primera, en la promesa de una guerra civil que —de nuevo— marcaría un hito en la ficción televisiva. En cambio, tuvimos una especie de puente hacia lo que debe ser la verdadera contienda: una temporada tres que promete empezar fuerte, con la llegada de las tropas de Rhaenyra Targaryen a las tierras que debían ser suyas por derecho, solo que el derecho a gobernar en Poniente es algo que todos los lores creen tener. Incluso me aterró la idea de que solo fueran ocho episodios, esa estructura ya reconocible con un hilo que siempre se transforma en el capítulo cuatro y sirve como punto de partida al quinto.

Con este final de temporada los escritores quisieron simular la partida de Daenerys Targaryen de Las Tierras Libres hacia Poniente para comenzar su conquista, cosa que siglos atrás también haría Aegon Targaryen junto a sus hermanas desde Roca Dragón. No obstante, esta princesa Targaryen fue escrita de manera accidentada e insegura, con una personalidad ambivalente y desmarcada, como si no supieran qué hacer con ella. Resaltan sus dotes maternales, su inexperiencia en batalla, su complejo de inseguridad, pero son tan fugaces que parecieran tachaduras en una lista de “Características que debe tener la reina en esta temporada”.

Daenerys nos convenció durante años de que era su derecho legítimo el acabar con el reinado del usurpador Robert Baratheon y los demás venados y leones que comenzaron el Choque de Reyes. Incluso, de haber tenido una mejor escritura sus hazañas en Poniente, pudo haber convencido al mundo entero de que era ella el príncipe prometido que acabaría con la esclavitud y cualquier injusticia a lomos de su dragón e hijo, Drogon. Pero faltó tinta en el papel. Porque siempre creeré que la idea detrás de Daenerys Targaryen era excelente, convertirla en una salvadora, una Mesías que con el paso del tiempo se convertiría en una reina de cenizas. Una especie de Walter White ceniciento y de ojos violetas, un antihéroe moderno, defendido y entendido por todos.

Y no veo eso en La casa del dragón, y no me refiero solo a los personajes del clan Targaryen, sino a la mayoría. El atractivo de los leones, lobos, krakens o rosas de Juego de tronos ha desaparecido por completo, para dar lugar a seres que se sienten inacabados, que no motivan al espectador a que les persiga o a entender de quiénes se trata, cuáles son sus motivaciones o por qué son como son. No hubo diálogo alguno que mereciera el recuerdo. No hubo poesía en las miradas, no hubo traiciones, no hubo emoción. Simplemente la promesa de que la tercera entrega será mejor, con batallas espectaculares.

En pocas palabras, la empresa quiere exprimir este universo y te necesita a ti, querido espectador, así que no canceles tu suscripción porque queramos expandir el chicle hasta que no quede nada.

Se siente la ausencia de actores como Paddy Considine, un fantástico rey Viserys en la primera temporada, o el inigualable Rhys Ifans como Otto Hightower, quien se robó nuestra atención con tan poco tiempo que parecía un Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. Aún no sé a quién se le ocurrió no solo desterrar a Otto Hightower de Desembarco del Rey, sino de toda la temporada. Además, ¿quién tuvo la maravillosa idea de encarcelar a Daemon Targaryen durante tanto tiempo en Harrenhal? Era su vínculo con Rhaenyra Targaryen lo que podría haber desencadenado en hermosísimas charlas matrimoniales y de poder, justo como lo hicieron Cersei Lannister y Robert Baratheon en la primera sesión de Juego de tronos, ¡en una escena! Pues, ¿qué era lo que mantenía al reino unido, sino el matrimonio arreglado entre la leona y el venado?

Quienes amaron la temporada salen a su defensa en redes sociales alegando que este universo siempre ha sido lento, y los entiendo. Pero nunca ha sido aburrido. Si le hubieran dicho al Mario César de hace unos años que se quedaría dormido con una historia perteneciente a la Canción de hielo y fuego, hubiera quemado a esa persona. Eso pasó y, tristemente, más de una vez.

Las alucinaciones de Daemon eran soporíferas. Jace Strong, el bastardo de la reina y sus dramas de alcurnia, fueron soporíferos. Secuencias enteras en El Valle de Águilas para jugar con la idea de un dragón que no había sido domesticado parecían escritas por un niño. Secuencias enteras de Rhaenyra Targaryen sufriendo episodios de baja autoestima ¡porque Daemon no enviaba un maldito cuervo a Roca Dragón! Capítulos enteros sobre el drama de las Tierras de los Ríos, que en un final dejó de importarme por la sobreexplotación del tema. Alicent que no sabe lo que quiere, Criston Cole que aún sueña con sembrar naranjos junto a una princesa, un Larys Strong intentando simular la audacia y la lengua filosa de un Tyrion Lannister que aún no había nacido, o conversaciones interminables entre Corlys Velaryon y su hijo bastardo en unos muelles que cada vez que aparecían me daban ganas de ser desollado vivo por Ramsay Bolton, etcétera. Un largo etcétera.

Sin embargo, ¿dónde está esa idea que mantiene viva a La casa del dragón, incluso en sus momentos más bajos? ¿Esa chispa que muestra el potencial que se pudo haber alcanzado con una reescritura temprana y constante del guion? Yo digo que las estrellas no son los personajes humanos, sino los de escamas y enormes dientes y alas. La caída de la casa Targaryen comenzó con esta guerra que aún no empieza, la tragedia de ver a los dragones cayendo desde el cielo en una danza conducida por la gravedad y el fuego. Ver cómo solo ellos pueden herirse entre sí, solo porque los humanos de cabellos blancos así se lo ordenan.

La sensación de asistir a un festival en el que los dioses se precipitan por una guerra que ellos no empezaron, cuando podrían estar volando en los cielos, distantes de los ejércitos verdes y negros. Una Vhagar que siempre que aparece en pantalla se roba la escena sin tener que decir una línea, la última mirada entre la reina que nunca fue y Meleys, o la innegable belleza de la bestia roja, Caraxes… Ellos son las verdaderas estrellas de un show que huele a ambición y a sobreexplotación de un mundo que siempre fue bello, a pesar de la sangre que en él se derrama.

Mi consejo para los lectores: vean Juego de tronos, después lean los libros (o viceversa), pero consuman La casa del dragón bajo su propio riesgo. (Por Mario César Fiallo Díaz)

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