7 a 1 o ¿Dónde está mi casa?. Imagen generada por Inteligencia Artificial (IA)
Para Cecilia y Oscar.
Para Odalys, Ernesto, Pedrito, Luis Alberto y Ariel.
A la memoria de Cuca, Catalina, Alicia y Nené.
Como cualquier niña de barrio yo también mataperreé a mis anchas. Pese a ser hija única no estuve demasiado sobreprotegida. Esto me permitía andar por diferentes barrios con otras niñas y niños. Nos mezclábamos todos, quienes vivíamos en la Calzada –a la que entonces le endosaban cierto glamour– con quienes moraban más hacia el interior, aquellos cuya casa podía estar en barrios que llamaban, por ejemplo, “la yuca agria”. Nos mezclábamos y formábamos una deliciosa y entrañable pandilla. La Calzada, además de sus árboles, para mí no tenía muchos otros atractivos. Quizás solo la idea de que era inmensa. Grandeza que disminuía directamente proporcional a la medida en que crecíamos. Los otros barrios, sin embargo, contenían todo lo fascinante del mundo, así continúa siendo. Allí está lo verdaderamente interesante. La Calzada, en cambio, ha ido perdiendo aquel supuesto glamour. Los altos árboles de nuestra infancia devinieron arbustos y si bien es muy grato despertar con el piar de los pájaros que a veces anidan en ellos, ya no es posible jugar a los escondidos o recostarnos a los anchos troncos para gritar “un, dos, tres, pasito inglés” tratando de espiar con el rabito del ojo cualquier movimiento del contrincante.
Así crecí. Esa vida y el recuerdo de ella me han salvado de no pocas adversidades y zozobras. Y no hablo solo de los vaivenes emocionales, sino también de las inclemencias de la vida práctica y diaria. Mis amigos de entonces, mis iguales mataperros y yo seguimos teniendo una especie de pacto silencioso. Un algo que nos hace reconocernos en lo igual: la infancia de callejeo, risas y sudor.
Con ellos perseguí perros y gatos para acariciarlos, apostando a quién morderían y a quién no. Con ellos busqué hojas extrañas robadas de patios ajenos para colocarlas con cuidado y concentración en una prensa de madera construida por mi abuelo y que, por la pasión que yo desplegaba ante ella, hacía pensar que me convertiría en una botánica célebre. Con mis amigos mataperros me enfangué y busqué calandracas. Con ellos comí cundeamor y me destrocé las rodillas en las caídas, de manera tal que mi abuela me reconocía a una cuadra de distancia, cuando yo regresaba de la escuela, por los rosetones oscuros que sobresalían por encima de las medias blancas sujetas con una liga a la altura de mi flaca pantorrilla.
No sé si todo aquello define la persona que soy, me gustaría pensar que sí. Me hace bien creer que sigo siendo aquella niña que solo mataperrea sin darle muchas vueltas al asunto, a cualquier asunto, o dándole vueltas al asunto, pero sin dejar de mataperrear. Mi hija también mataperreó y aún conserva amigos en esos mismos barrios. Mi madre, sin embargo, mataperreó más lejos y se fue a las lomas de Oriente a recoger café. Somos, hemos sido, una familia de mataperros y a mucha honra.
Los mataperros de aquel entonces no nos vemos a menudo, pero a veces en un momento de necesidad alguien aparece. Creo que soy atea, no obstante, en esas ocasiones siempre pienso que Dios los manda. Así sucedió una vez cuando tras muchos días buscando unos clavos especiales para reparar las vigas de madera del techo de mi casa del año 1900 encontré a Oscar que ¡claro! tenía los clavos y un negocito que parecía ir bien. Fue como una aparición, y en un pestañazo tuve lo que necesitaba.
El golpe de aire fresco que siento al encontrar a los mataperros no lo cambio por nada. En principio por la alegría de volver a verlos, luego por la ilusión de creer que nada ha cambiado y que el sabor clandestino de nuestras concurrencias sigue siendo igual al del cundeamor que hace años no pruebo. Esos reencuentros me centran, devuelven mis pies a la tierra, espantan el peligro siempre acechante de olvidar quién soy y de dónde vengo.
La última bocanada de aire fresco vino hace ya un tiempo. Por un delicado regalo que mucho me gustaría multiplicar y ofrecer (ojalá todo fuera como desear algo) pasé unos días en la playa, esa que nos empeñamos en nombrar la más linda del mundo. Y no está tan mal que lo creamos. Puede sonar vanidoso y egocéntrico y quizás lo sea, pero es hermoso conceder valor a todo aquello que pese a permanecer habitual, inamovible y muchas veces inaccesible le seguimos encontrando magia y atractivo. Allí, de pronto, se abrió una de las puertas del restaurante y vi aparecer a uno de aquellos mataperros. No tuve coraje para preguntarle cuál de los dos hermanos era él, si Arielito o Luis Alberto. Hubiera sido una afrenta grande, innecesaria, inmerecida. Él lucía su flamante gorro de cocinero, nunca hasta entonces me había dado cuenta de su hidalguía y su belleza. Nos saludamos y todo lo que pude explicar después a mi acompañante, con voz entrecortada, fue que crecimos muy cerca y jugábamos juntos cuando éramos niños. Arielito (o Luis Alberto), ese mediodía, me regaló la posibilidad de no alejarme del barrio mientras me rodeaba una irrealidad de aguas azules y límpidas, turistas por doquier y un todo incluido que intentaba –sin lograrlo– sembrar la idea de que allí todos éramos iguales.
“Mi dosis de realidad”, le llama la cocóloga que a ratos soy a los encuentros con los mataperros de mi vida. Es la misma dosis que me hizo temblar hace diez años cuando, tras perder Brasil 7 a 1 en humillante derrota frente a Alemania en la Copa Mundial de Fútbol 2014, vi a muchos brasileños posar ante las cámaras de televisoras del mundo insultados porque Argentina estaría en la final y deseaban con rabia furibunda que ganaran los germanos. Aún no lo puedo entender. Los mataperros que éramos, cuando alguien no podía tirar la piedra más lejos, se alegraba de la puntería del otro; cuando alguien no tenía fuerzas para sacudir los gajos o trepar a tumbar mangos, simplemente esperaba abajo para recoger los que iban cayendo o vigilaba al dueño de las matas para que nadie fuera sorprendido in fraganti, pero nunca, jamás, never, jamais, dejamos de alegrarnos del bien del mataperro de al lado. Y eso sí creo que define quién soy. Por eso lamento tanto que la mataperrunería no se convierta en plaga, se extienda por campos y ciudades y al final, cuando estemos solos ante la pelota que hay que lanzar cada día contra montones de porterías bien vigiladas y resguardadas, únicamente quede en pie la más hermosa idea que nuestros labios y los ajenos hayan pronunciado: «¡mataperros de todos los barrios, uníos!».
(Por: Laura Ruiz Montes)