Nostalgias de un mochilero: Tormenta de verano. Fotos del autor
De mi relación con la lluvia se desprende esa ambivalencia que siempre acompaña a ciertos mortales, porque, si bien disfruto el olor que la anuncia cuando aún se encuentra a kilómetros de distancia, y las primeras gotas que como certero proyectil perforan la tierra, los truenos y relámpagos me despiertan pavor.
En estos días de verano las continuas lluvias de la tarde nos obligan a incorporarlas como obstáculos a tener en cuenta ante cualquier planificación. Los días solo serán funcionales hasta que sobreviene esa llovizna que amenaza con ensopar tus zapatos, y que te obliga a trazar itinerarios próximos a posibles refugios donde guarecerte.
Si pretendes adentrarte en un punto distante como el poblado de Margot, en el Valle del Yumurí, correrás el riesgo de ser sorprendido por un torrencial aguacero, pero solo caerás en la cuenta de esa posibilidad cuando al regreso mires al cielo y no sepas cómo reaccionar, y mucho menos enfrentar aquellos nubarrones que se aproximan, amenazantes.
Calculas en tu cabeza la distancia que podrás recorrer antes de que la tormenta se abalance sobre ti despiadadamente. Por un minuto pensarás en el disfrute que produce la lluvia bajo el calor del hogar y, en contraste, el pesar si te sorprende a la intemperie, sobre todo en medio monte, donde abundan árboles frondosos y altos que según los guajiros son como imanes para los rayos.
Justo cuando intentas avanzar en una competencia contra el mal tiempo que ya sabes de antemano pérdida, te vienen a la mente todas las historias de centellas que aniquilaron de un golpe al montero y a su caballo, y justo cuando ese pensamiento te obliga a acelerar el paso sientes el chispazo metálico y aterrador de un rayo que cayó a escasos metros de ti, sobre un tubo de metal que sobresalía de una estructura cualquiera. Atemorizado, te invade la idea de que desde el cielo solo aguzaban la puntería porque es posible que el próximo se abalance sobre ti.
Entonces, desde una curva emerge un bohío salvador y te embarga un sentimiento medio místico, muy similar al de ciertos practicantes religiosos cuando llegan a un recinto sagrado luego de una larga travesía.
En ese momento, esperas que los habitantes hagan honor a esa camaradería y hospitalidad que tanto distingue a los campesinos cubanos, y precisamente apenas tienes que articular una frase cuando te invitan a pasar y así te resguardes de aquellos truenos intimidantes, como si se fracturara algo allá arriba, que te hacen creer que el cielo no volverá a ser el mismo.
Mientras tratas de mantener la calma y una conversación fluida, a pesar de las bruscas arremetidas que lanzan desde lo alto, no comprendes la temeridad de aquel joven guajiro que descalzo y sin camisa permanece casi imperturbable, en pleno, campo cultivando yuca.
Al regresar la calma al vasto Valle del Yumurí, todo el entorno refulge y el verde de los árboles parece mucho más intenso. Desde la carretera se desprende una humareda producto del fuerte sol que asola el pavimento durante el día, y los animales continúan pastando en los potreros como si minutos antes el mundo no se hubiese resquebrajado tras el atronador paso de una tormenta de verano.