Entre los olores del aguarrás y el café Baquedano

Estas remembranzas del escultor Agustín Drake Aldama (Sabanilla, 1934-Matanzas, 2022) nos acercan, de modo especial, al pintor y profesor catalán Alberto Tarascó

Caricatura de Tarascó en la prensa de la época, facilitada a Girón por la investigadora Mireya Cabrera Galán.

Estas remembranzas del escultor Agustín Drake Aldama (Sabanilla, 1934-Matanzas, 2022) nos acercan, de modo especial, al pintor y profesor catalán Alberto Tarascó y a su academia de artes plásticas, en la que el propio Drake, siendo adolescente, estudió durante unos meses. 

Este texto forma parte de un libro: “Las cosas de Drake”, que se sustenta en largas conversaciones que sostuvimos con él durante 2021, lo mismo en su hogar en el barrio de Versalles que, cuando no quedaba otro remedio, a través de la línea telefónica.

Inédito aún, concebido como parte del Proyecto Memoria Oral, de la Casa de la Memoria Escénica, este volumen abarca diversas etapas de la existencia de Drake, quien estuvo vinculado, de una manera u otra, a sucesos y procesos esenciales de nuestra cultura.

Tarascó era un viejito bien vestido y bien comido. Tenía una perra enorme, blanca, que se llamaba Llana, igualmente bien comida. Muy quieta, muy educadita Llana. Él le indicaba un lugar y la perra se echaba dócilmente, sin alterarse por tanta gente a su alrededor. Es que el artista catalán, en su propia vivienda, en Río No. 27, había establecido la Academia Tarascó, para la enseñanza del dibujo y la pintura, la primera de su tipo en la ciudad de Matanzas.

Agustín Drake

Cuando uno entraba a la casa, tenía como tres niveles. Entrabas, el primer nivel; subías unos escalones, el segundo; entonces más escalones, y ya estabas en el tercero. A un lado, las habitaciones y la cocina; al otro, el inmenso salón en el que se habían instalado los caballetes de pintura y las mesas, donde trabajaba el variopinto grupo de estudiantes al que seducía la fama del artista español, que se desplazaba allí, de un lado a otro, como si fuera un Dios.

En realidad, él solo atendía personalmente a quienes pintaban en los caballetes, que en su mayoría no eran más que viejas ricachonas. A las mesas, donde nos sentábamos los que teníamos los bolsillos vacíos, él no les prestaba ninguna atención; lo más que hacía era saludarnos, de lejos. Quien daba clases a los de las mesas era Yanes*, un rubiecito de Cárdenas, que luego acabaría siendo un gran pintor.

Tarascó lo descubrió mientras iba a hacer paisajes en la Colonia Infantil, frente al actual Parque René Fraga Moreno, donde se albergaban niños pobres. Cada vez que se enfrascaba allí en sus lienzos, Yanes se le acercaba; parece que Tarascó vio algo en él y terminó sacándolo de aquel lugar, lo convirtió en su protegido. 

A la Academia Tarascó yo iba tres veces en semana, que era lo que podían pagarme. Llegué allí poco después de que Elsa Tormo Landa, la maestra de la escuela primaria de Sabanilla, propusiera unas becas gratis de mecanografía y taquigrafía en el Instituto Mercurio, donde ella también trabajaba. Escuché “mecanografía” y me dije: “Esta es la mía”, pensando en un tío, el único individuo en Sabanilla que escribía en maquinita, quien andaba además con una pluma hermosa y siempre en guayabera, limpiecito. Para sorpresa de todos, porque me pasaba las clases haciendo dibujitos, fui de los que ganó la beca, pero la maestra dijo que “quién había visto un mecanógrafo con tantas faltas de ortografía como yo”. Entonces, ella misma, pagándola de su bolsillo, hizo mi matrícula en la Academia Tarascó, el mismo tiempo que duraban los cursillos del Instituto Mercurio. Es algo que no dejo de agradecerle. Aún paso por Daoiz No. 107, donde la maestra vivía, y me quedo mirando la casa largo rato.

Mis salidas desde Sabanilla las hacía a duras penas. Para que pudiera pagar la guagua, mi familia tenía que apretarse. Mi abuelo, que no era nada fácil, se ponía “blandengón” conmigo y más de una vez lo oí decir cosas como esta: “Si nada más quedan esos 10 quilos, olvídense de la sopa con ternilla, échenle otra cosa o no le echen nada, porque esos 10 quilos son para el viaje de Agustín”. 

En las clases, los adinerados iban con unas batas que eran una belleza, de lienzo, popelín y hasta de hilo. El mismo Tarascó, quien vestía siempre de cuello y corbata, tenía por encima una bata que daba gusto mirar. La mía, en cambio, la hizo, con sus propias manos, con sacos de harina, una de mis tías.

No permanecí mucho tiempo allí. Dio la casualidad que Yanes se fue a trabajar en El país gráfico, en la capital, y me quedé sin profesor. Cuando me dio la noticia, Tarascó vio la cara que puse y me dijo: “No te desanimes, puedes entrar en la que está al doblar de la esquina, que además es gratis”. Se refería a la Escuela Provincial de Artes Plásticas, que, por cierto, llevaba su nombre. Un homenaje que le hacían.

El propio Tarascó estuvo vinculado a esa institución, pero no duró mucho en ella. A lo mejor no le entraba en la cabeza que fuera gratis o no concordaba con las ideas que tenía el resto del claustro, artistas que casi en su totalidad habían sido sus alumnos en la Academia Tarascó y luego se graduaron en San Alejandro, donde evolucionaron, se actualizaron.

Más allá de su fama de entonces, se puede decir que Tarascó tenía sus fallos como pintor, incluso en el retrato o el paisajismo, que fue lo que más trabajó. Era impecable reproduciendo, sobre todo obras de raigambre clásica, pero las cosas se le iban de las manos cuando pintaba al natural.

En uno de sus mejores cuadros, en el que pintaba la zona de Jesús María antes de que se hiciese allí la famosa escalera, se nota que las proporciones de los diversos elementos, las relaciones entre los mismos, no se manejaron correctamente. Ese cuadro estuvo por el Velasco mucho tiempo; luego no sé qué se hizo. 

Creo que su principal logro es que por sus manos pasaron casi todos los grandes artistas de la Plástica de esos tiempos, a los que dio su primera formación en la Academia Tarascó, en la Normal y luego, durante el tiempo que permaneció en esta, en la Escuela Provincial de Artes Plásticas.

Por supuesto, su mayor aporte en dicho sentido lo hizo desde la Academia Tarascó y, poniéndome a sacar cuentas ahora, podría decir que mucho tuvo que ver en esto Armando Cartaya, que fue el primero en entrar allí y luego se encargó de arrastrar hacia el pintor catalán a mucha gente que sabía le gustaba la pintura. 

Actualmente en ruinas, la casa de Tarascó me llena de melancolía. Allí se definió mi vida. Recuerdo que en su amplio salón, que daba al río San Juan, se mezclaban los olores del aguarrás y del café Baquedano, que era tostado a lo lejos, en la torrefactora, cuya chimenea se veía humear desde los ventanales. Hay cosas que no se pueden olvidar, es como si uno las siguiera viviendo a cada instante. (Por: Norge Céspedes)

* Orlando Hernández Yanes (Cárdenas, 1926-La Habana, 2017). Graduado de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, fue pintor, dibujante, ilustrador, muralista, profesor. Tras un periplo por Europa en los años 50, que lo llevaría a establecerse en París, regresó a Cuba en 1962; participó en la creación de la Escuela Nacional de Arte.


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