Vivo en una ciudad de luz. Recorro sus calles y tropiezo con un aluvión de destellos. El niño que sonríe. La muchacha del vestido de flores. El perrito callejero que sube y baja Narváez con sus paticas a rastras.
Seres de luz me rodean. Es difícil no detenerse a observarlos. Cual mar de estrellas fugaces, fuegos fatuos o cocuyitos de Luna, los habitantes de esta ciudad luminosa recorren sus itinerarios sin saber que son parte de algo mayor; sin percatarse del halo que rodea sus cuerpos.
El Sol se derrama y los poros transpiran. La doctora corre detrás de la guagua; sus pacientes la esperan. El inspector, tablilla en mano, le hace señas a los carros estatales. La pensionada regresa a su casa; hoy tampoco entró el medicamento. El deambulante guarda los cinco, cuanto más diez pesitos, en el bolsillo sin fondo.
Un fotógrafo pasa y se interesa por la escena. Saca la cámara, nuevecita de paquete, comprada en España hace tan solo unos días. Enfoca, ajusta los parámetros, aprieta el obturador y listo. “Pulitzer, voy a ti”, se dice mientras revisa la foto. ¡Cuánto sería su asombro, la decepción, al ver que quedó sobreexpuesta! Y no a causa del Sol, fallos técnicos o un dedo mal metido: fue la luz de una ciudad, de su gente, lo que encandiló al aparato.
Bendito sea el fulgor de los candiles del pecho. ¿Cuánto brilla un zapatero, un profesor de secundaria? La respuesta es mucho, y el superlativo se queda corto. Pero no todas las luces son buenas. Dios me guarde de los brillos oportunistas, del diente de oro y el botón a punto de reventarse.
Cae la tarde. Los fotones, poco a poco, van regresando a sus casas. Mañana será otro día: uno de lucha, de resiliencia. ¿Acaso la vida es eso, un resplandor entre dos sombras? Vivo en una ciudad de luz: la misma que le falta en sus noches de apagones. (Texto y foto: Humberto Fuentes)
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