En las últimas semanas he vivido junto a Daisy Jones & The Six. He deseado su plenitud, presenciado sus peleas, guardado sus secretos, y no he aplaudido al final de cada actuación porque se hubiera sentido un pecado pulsar la pausa tantas veces.
La noche en que dieron su último concierto, ante una aullante multitud en el Soldier Field de Chicago, algo hermoso murió en la historia del rock. Era la sensación del momento, una brisa refrescante en el océano de las innumerables bandas parecidas de los 70. Fleetwood Mac sin llamarse Fleetwood Mac, Stevie Nicks llamándose Daisy Jones. Y también eran ficticios, lo cual recuerdo al acabar.
Durante 10 capítulos de perfección novelesca, la historia de este grupo ha sido tan intensa y real para mí como la de cualquiera que podamos encontrar de refilón en programas con onda retro. Cada personaje tiene su propia forma de hablar, sus razones particulares y convincentes, su vida personal; a veces lo pasamos por alto, pero ello le confiere a todo relato una verosimilitud necesaria, al menos para no referirnos a meras caricaturas.
No hablo concretamente de realismo, pues a la ficción pertenecen encantos que solo parecen cobrar sentido en ella. De hecho, Daisy Jones & The Six posee esos arranques de melodrama que en la vida real criticamos aunque los reproduzcamos de vez en cuando. Hablo de credibilidad humana en personas que no existieron, de su encarnación en nosotros, de lo necesario para hacernos creer en seres cuya existencia nos invitan a compaginar con la nuestra mientras dure la serie.
Aún tratándose de un falso documental mezclado con flashbacks límpidos, impecablemente narrados, y por muy frívolos que parezcan sus conflictos, a lo que más me recuerda Daisy Jones… es a esas novelas sublimes de los Dumas (padre e hijo) con heroínas trágicas que hacen de la renuncia una forma de amor tan poderosa como el beso o el abrazo. Todavía más, si media la muerte. Y aquí no una, sino dos, son las mujeres que rivalizan de forma apocada y autodestructiva por un mismo interés amoroso: un galán no menos abatido, incapaz de dominar sus frustraciones tan bien como la guitarra.
Se percibe desde el inicio un trasfondo sólido, una trama milimetrada, que posibilita la uniformidad narrativa sin cerrarse a la emoción, a la explosividad, a la euforia de quien hace música y se droga y ama. La efectividad de esto en el espectador es notable porque detrás hay un conocimiento perfecto de los caracteres, de sus posibles reacciones y las del público.
Por supuesto, tal eficacia también se debe al trabajo que podríamos llamar «externo»: el aspecto visual, la calidad interpretativa, la sonoridad esperable de una obra acerca de música, la ambientación histórica a través de vestuario, maquillaje y escenarios de filmación, entre otros artificios. Todo un equipo de profesionales logra vencer un riesgo común de las series, en términos de estructura y duración: mantener el interés de principio a fin.
Sí, los responsables de un producto tan eficaz nos conocen perfectamente. Saben cómo es mejor dividir las situaciones y protagonismos del espectáculo, de modo que cada transición de una cosa a otra está pensada para obtener nuestra mejor respuesta posible, desde una sonrisa cómplice hasta un acelerado latir del corazón. El ejemplo máximo lo encuentro en el último episodio, donde para nada defrauda el concierto que llevamos esperando desde el mismísimo comienzo.
En torno a dicho acontecimiento toma sentido todo lo que nos han contado, por la fuerte implicación dramática que condensa esa climática salida bajo los reflectores, y somos los únicos encargados de determinar si valió la pena. Tampoco es que lo tengamos fácil: reservado para el final, ofrecido a trozos en un capítulo más segmentado y extenso que los anteriores, no es el típico concierto triunfal que corona tantas y tantas biografías musicales.
Su significado para todos los implicados es de una sensibilidad íntima, en absoluto aspavientosa o evidente. No digamos para el triángulo sentimental que conforman Daisy, Billy y Camila. Reconozco un prodigio de contención emotiva en cuanto lo veo, y me acuerdo de Casablanca siempre que hallo a un personaje dividido entre dos amores (imposible hacer spoiler, pues en esta historia los actos suelen contradecir las palabras continuamente); decida lo que decida, será lo correcto si la banda sonora es la adecuada, si la actuación es cautivadora, si su deseo está bien expresado en imágenes y «entre imágenes» (como en literatura no es lo mismo una idea «en líneas» que entre líneas).
Sam Claflin, Riley Keough y Camila Morrone hacen verosímil lo que pasa, como el resto del reparto en sus respectivas posiciones. Mañana podría extenderme sobre las buenísimas canciones del soundtrack, o el valor de Daisy dentro de la representación femenina en la ficción, pero quiere hoy el azar que retenga y destaque sobre todo la entrega de un reparto en estado de gracia. A cualquier otro apartado de la serie me persigue la mirada desgarradora, expresiva como pocas, de Suki Waterhouse, y me tienta la ingenuidad infantil de creer que los actores “hacen” las escenas, que ellos originan la maravilla alrededor.
Ojalá muchos escritores y directores de biopics musicales en el cine actual aprendiesen de esta lección conjunta. Ya quisiera el Buz Luhrmann de Elvis, por ejemplo, aproximarse al tamaño y la fuerza de Daisy Jones & The Six.