Las disímiles formas de la maternidad. Foto: Raúl Navarro
Recuerdo en mi infancia decir que quería tener cinco hijos, y hasta dividirlos por cuántos deseaba de un sexo u otro, como si fueran decisiones que tuviera en mis manos. De algo sí estaba clara: uno solo no. Eso de ser hijo único es muy aburrido, y es que hasta te obliga a inventarte amigos invisibles que te acompañen en la soledad del hogar.
Cuando fui creciendo, creé una lista de nombres. No quería que me pasara como a la abuela, que alguien le tuvo que dar ideas (y muy feas) en el último minuto por no haber pensado en ello con tiempo. La lista incluía también valores, juguetes añorados en mi infancia, artes que nunca pude desarrollar, sueños… Porque los hijos son esa versión perfeccionada de uno mismo a la que se le pone el mayor empeño y que muchísimas veces se idealiza desde antes de concebir.
Aun cuando no exista un registro oficial que lo admita, a mis 36 años he sido madre muchas veces, porque la maternidad va más allá de la sangre y de los dolores del parto, y lo digo sin negar ese lazo fabuloso que se crea desde que se sabe de la semilla creciendo en los adentros.
La maternidad no está solamente en el vientre abultado. Está también ahí, en ese pequeño que trajo la legalidad y no la cigüeña, pero que desde que lo adoptaste se volvió tu complemento y la causa de tus mayores alegrías.
Madre eres cuando diseminas enseñanzas y amor entre los infantes que llegan a tu vida, da igual si lo hacen en condición de sobrinos (sean legítimos o de compañeros de trabajo), o en la de descendientes de la pareja que te acompaña; sí, porque tampoco crees en esos viejos refranes de “quien cría perro ajeno pierde el pan y pierde el perro”, pues los afectos nunca han entendido de límites, y dar amor jamás estará de más.
Madre es la docente que, luego de noches preparando clases, pasa horas frente a un aula dando la mejor versión de sí misma, educando en valores además de materias, secando lágrimas, curando el rasponazo tras caer en el recreo y hasta convertida un poco en Sherlock cuando uno de sus niños anda más serio y retraído en clase de lo normal.
Madre es la vecina que te alcanza el plato cuando tus progenitores se complicaron en el trabajo, la abuela que te ha consentido más incluso que a sus propios retoños, y la única tía con la que te desenredabas el cabello y que se atrevió a hablarte de sexualidad cuando otros le temían al tema.
Madres son también las valientes que lo desean y no cesan en el empeño, por más que la vida les ponga barreras; y las que todo su afecto lo trasmiten a sus hijos peludos, esos que salvan de las calles y de las desdichas.
Madres son todas, porque la maternidad tiene el arte de transformarse y adquirir disímiles formas, y el don indudable de volver lo que toca, maravilla.
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