En fotos de época: La reconcentración en Matanzas

Decía John Donne que, cuando el prójimo sufre, uno debe sentir sus desgracias como propias, al punto de no preguntar nunca por quién doblan las campanas: siempre, siempre doblan por ti. Siguiendo esta lógica, entenderemos por qué en la Cuba de finales del siglo XIX se escucharon tantas campanas a lo largo y ancho de la Isla, con tañidos cuyos ecos aún se pueden escuchar si se aguza el oído del alma.

La “reconcentración” fue un plan maquiavélico urdido por Arsenio Martínez Campos y aplicado por Valeriano Weyler. Consistía en desalojar todas y cada una de las viviendas campesinas que se encontraran en territorios signados por la guerra, reubicando a sus habitantes en los arrabales de las grandes ciudades.

Dicha medida, aplicada con el objetivo de cortar todo lazo entre el campesinado y las tropas mambisas, constituyó a todas luces un crimen de lesa humanidad, antecedente de los campos de concentración fascistas y los guetos del Apartheid.

Las cifras hablan por sí solas: la reconcentración afectó a más de medio millón de cubanos, y de ellos murieron ―según datos… ¿oficiales?― unos 300 000. Si tomamos en cuenta que la población cubana por aquellos años era de casi 1 600 000 habitantes, no cabe dudas de que el método empleado por la Metrópoli para cambiar a su favor el sentido de la contienda se convirtió en uno de los mayores holocaustos de la historia de la humanidad.

En su libro Las guerras de Cuba. Violencia y campos de concentración (1868-1898), el investigador suizo Andreas Stucki relata cómo en la ciudad de Matanzas se encontraban reconcentradas unas 8 400 personas hacia finales de 1897, cuyo estado general era descrito de la siguiente manera en informes de la época:

«Se encuentran en la miseria más absoluta en su casi totalidad. Viven en su gran mayoría en pobres bohíos de guano, levantados en las afueras de la ciudad, y en una misma habitación se ven hacinados buenos con enfermos, los hombres con las mujeres, los niños con los mayores […]. Se han venido albergando como si fueran fieras, hombres y mujeres cuyo estado hoy desgarra el corazón».

En el mismo texto se narra cómo, hacia el interior de la ciudad, los reconcentrados se asentaban en sitios como las alturas de Simpson y Monserrate, el Palmar de Junco o los portales del Gobierno y el Sauto ―por entonces Teatro Esteban―. Su situación se resume perfecta y luctuosamente en otro de los informes consultados por Stucki: «El remedio llegaba tarde para los reconcentrados y […] casi había que ocuparse nada más que de abrirles su sepultura».

Sobre tan funesto pasaje de la historia matancera ―y con aires conclusivos, por demás―, el historiador Armando Valido Mensió confiesa lo siguiente en una entrevista concedida a Radio Camoa en el año 2015:

«Tengo un libro de memorias de Matanzas escrito por Lola María de Ximena y Cruz, legado de una tía mía que vivió la reconcentración. En una parte del texto, donde la autora habla de este tema en Matanzas, mi tía escribió una nota en el libro que decía: “Esto yo lo viví y todavía estoy sintiendo el olor de los reconcentrados, era un olor terrible, era el olor de la muerte”».

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(Por: Humberto Fuentes)

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