El nonagenario Sergio Abreu conserva en su mente con gran claridad todo lo acontecido en aquellas 72 horas que marcaron su vida hace 63 años.
Sergio Abreu Rodríguez no sintió miedo mientras avanzaba por la carretera bajo el fuego mercenario. Al menos eso comenta más de seis décadas después desde la comodidad de un sofá, en una antigua casa con techo de tejas ubicada en Jagüey Grande. Sus jornadas, bastante apacibles, solo se agitan en las mañanas cuando toma una guataca y comienza a limpiar el tupido platanal que permanece en el fondo de su morada.
Cuando uno aprecia la calma con la cual transcurre su existencia que ya acumula 96 años, y la serenidad de sus palabras, cuesta creer que se trata de un héroe de guerra capaz de enfrentarse a una Browning calibre 50 sin más protección que su arrojo.
Ubicada en el entronque de Playa Larga donde se parapetaron las fuerzas mercenarias tras el desembarco por Girón, aquella ametralladora escupía fuego y mientras el joven de 33 años, que era Sergio por aquel entonces, avanzaba por una orilla de la carretera desde Pálpite, veía como sus compañeros de milicias caían atravesados por el letal calibre de aquel potente armamento.
La orden consistía en tomar aquel punto desde donde el enemigo causaba bajas a las tropas cubanas, y a pesar de los heridos y los muertos que caían a su lado, Sergio mantenía su marcha mirando hacia el horizonte. La polvareda y la metralla le hacían entender que aquello era un infierno, pero así era la guerra, y para ese instante se habría preparado mucho antes del Triunfo del 59.
El miedo no lo amilanó cuando siendo un muchachón fue tildado de “revoltoso” por las fuerzas del régimen de Batista al participar en actividades clandestinas en apoyo al Movimiento 26 de Julio, organización liderada por Fidel.
Y es que siempre sintió una admiración especial por el líder cubano. Es esa especie de ensoñación que se adueñan de ciertos guerreros y ante la orden de su jefe no existe nada que impida cumplirla.
Cada palabra de Fidel, cada discurso, provocaba en el joven miliciano un efecto extraño que le impedía pensar tan solo en la victoria posible, nunca en la derrota. Por eso aquella mañana cuando vio llegar al Comandante Guerrillero en un jeep sin capota a un punto de la serranía del Escambray, donde se encontraba combatiendo a los alzados, sabía que dentro de poco sucedería algo trascendental, y él quería jugar un papel protagónico en aquel instante decisivo de la historia patria.
“¡Diríjanse hacia el central Cuba Libre!.¡Se avecina una invasión!”, ordenó Fidel, y como un resorte los milicianos del batallón 225 parten hacia Pedro Betancourt en un camión militar. El 17 de abril su tropa comienza a avanzar hacia la Ciénaga de Zapata donde ya había iniciado el desembarco de fuerzas enemigas.
En el Puesto de Mando del central Australia observó al Gallego Fernández dirigiendo las acciones. Lo que los libros de Historia recogería tiempo después él lo experimentó en el fragor de esas horas intensas.
Rememora la venas que le sobresalían en la frente a cada jefe de tropa, el ruido de los autos que iban y venían, el polvo, y la noticia de los primeros caídos. El miliciano notaba el sobresalto, inquietud, y hasta el dolor en los rostros de los combatientes, pero en todos descansaba la convicción de avanzar a pesar de la metralla de los aviones B-26, y de la maldita Browning calibre 50 que escupe fuego desde el entronque de Playa Larga.
Nada detenía a aquellos hombres que avanzaban por la carretera. Y el paso se aligera cuando una batería de morteros de 175 milímetros aniquila el arma enemiga. El enmudecimiento en aquel entronque presagia una victoria cercana, sobre todo cuando los mercenarios comienzan a retroceder.
Se produce retirada de las fuerzas enemigas, quienes en su estampida solo lograban ocupar algunos puntos distantes por breve tiempo, abandonándolos desmoralizados ante el fuego cerrado y el avance continuo de los milicianos.
Mientras el cerco se estrechaba, algunos invasores deciden adentrarse al pantano como vía de escape, y también son capturados. Previamente, la mayoría declina continuar el combate y se entrega sin resistencia. Al ver a los uniformados cubanos levantaban las manos hacia el cielo sin chistar.
Sergio Abreu conserva en su mente el nombre de sus compañeros caídos. También la sensación que le embargó aquel 19 de abril. Recuerda que era miércoles, y serían las 2:00 p.m. de la tarde, cuando un clamor general se adueñó de todo el país ante la inminente victoria. Él se hallaba justo en el epicentro de aquellos sucesos sin imaginar la dimensión de su hazaña.
“Fue Fidel y su capacidad de mando lo que sin dudas contribuyó a nuestra victoria en Girón”, expresa 63 años después.
“Siempre que llegábamos a un punto el Comandante estaba ahí mucho antes que nosotros, con la mano en alto dando indicaciones. Uno le veía tan seguro del triunfo que olvidábamos por un instante todas las penurias y crueldades de la guerra”.
El veterano relata que ocultos en una curva, en un punto próximo a Punta Perdiz, varios carros de combate enemigo abrían fuego como estertores de una fiera herida. Un tanque Sherman rugía desde la maleza deteniendo el avance.
“Recuerdo que tenía una calavera blanca en uno de los costados que se alcanzaba a ver desde nuestra posiciones. Fidel lanzó una frase acompañada de esas palabras severas que se pronuncian en el fragor del combate, y el tanque quedó inservible tras un disparo de nuestro T-34. Al poco tiempo desembarcamos victoriosos en Playa Girón.
“Quizás fue el olor de la pólvora, o la ira ante los primeros caídos lo que nos llenó del valor suficiente para avanzar por aquella carretera sin importar el fuego de una ametralladora capaz de trozar a un hombre como papel. Pero te aseguro que no sentí temor, ni mis compañeros tampoco, solo pensábamos en defender la Patria ante aquella invasión”.