Un dios salvaje
Con excepciones como el reciente estreno de Una noche con los Rolling Stones, ver una película en un cine de Matanzas ha sido por mucho tiempo un acto como que imposible. Por las razones que sean, muchas salas de proyección se han convertido en un dinosaurio extinto, cuyos huesos quedan expuestos en una ciudad. Vivimos, además, en un país con casi nula presencia de servicios de streaming que faciliten el visionado de amplios catálogos de películas.
Cuando copié/conseguí Un dios salvaje (2011), dirigida por el mediático moviemaker Roman Polanski, me percaté de que aquella comedia negra estaba en copia de cine y la dejé de lado por un tiempo, hasta que un apagón mortal me obligó a verla sin que las condiciones del formato me importaran ya mucho. ¡Y qué experiencia! Podría titular este texto como Casi fui a ver una película al cine.
Obviamente, la imagen era borrosa, y el sonido, desastroso; además, podía ver sombras levantándose para ir a no sé dónde. Pero, en cuanto comenzaron a chocar el pragmatismo del personaje de Christoph Waltz, que aquí hace de abogado de pocas palabras (muy exactas), un teléfono celular que suena cada cinco minutos (recurso que se convierte en un gag comiquísimo), la estupidez de un John C. Reilly prepotente y de masculinidad frágil y una Jodie Foster cuya ira va aumentando hasta explotar en un discurso de insultos hacia una (casi) estoica Kate Winslet, empecé a percibir las sombras humanoides y las risas como acompañantes, como un aderezo al espectáculo.
La película está basada en una obra de teatro llamada Le Dieu du Carnage, de la dramaturga francesa Yasmina Reza. Protagoniza un cuarteto tan reconocido como talentoso: Winslet y Waltz hacen de un matrimonio cuyo vástago pegó al de la pareja comprendida por Reilly y Foster. El efímero y sutil macguffin de la cinta es el uso de la violencia por parte de uno de los niños sobre el otro, y son los padres quienes harán de intermediarios para llegar a una solución que complazca a ambas partes: a los mayores, mas no a sus hijos.
No solo se habla en la película: puedo afirmar incluso que, por fin, pude disfrutar de una escena vomitiva (Kate Winslet derrama su bilis sobre las revistas de Jodie Foster), la cual satisfizo al cinéfilo más exigente que llevo dentro. Nunca he tenido problemas con la sangre falsa de los grandes y coloridos filmes de los 80, pero el vómito en el cinema nunca se me hizo motivo de celebración, hasta llegar a este momento.
Lo mismo me pasa con la violencia: fue el propio Polanski quien dirigiera una escena protagonizada por él mismo y Jack Nicholson en Chinatown,donde el director le rebanaba la nariz al actor, y se sintió genuinamente doloroso, y más terrorífico fue para mí el rostro de la hija de Dunaway en el clímax de la misma.
Son el vómito y la violencia dos cosas que tienen un efecto instantáneo en mí, tal vez por la crudeza con que percibo el interior de los seres humanos, y el exterior también. A Martin Scorsese se le reconoce por cientos de escenas así de brutales, pero a mí los batazos en el cañaveral de Casino me dejaron descolocado por casi una semana.
Un dios salvaje es en ese sentido como Casino, pero quienes emplean la violencia son niños, y quienes luchan para no recurrir a ella, los adultos. Por eso utilizan el sarcasmo y la ironía para agredirse los unos a los otros, como si el dios de la masacre les estuviera vigilando, susurrando.
A medida que la historia avanza: se come, se fuma, se bebe, podemos ir viendo cómo estos matrimonios llenos de raciocinio ocultan sus ganas de caerse a trompadas en una diminuta sala. El espíritu del teatro, del drama, jamás abandona el lugar del conflicto: es imposible tanto para los personajes como para los espectadores querer salir de allí. Los primeros porque tienen muchas cosas que decir, y cada bando cree tener la razón y poseen unas ganas enormes de mantener las apariencias, son asiduos creyentes del ritual “ya hablaremos mal de ellos cuando estemos en casa”.
Metafóricamente, Un dios salvaje se siente como un episodio de El coyote y el correcaminos: un hilo se va deshaciendo por culpa de una chispa cuyo destino final es un lote de dinamita.
Lo que más me pone a pensar es la inmediatez y honestidad con que los pubertos resuelven sus rencillas, en tanto los adultos viven un teatro dentro de la película, una civilización histriónica que los hace infelices y en la que la ira les devuelve el control sobre sí mismos, porque quieren romperle el cráneo a otra persona.
La adultez envuelve a este cuarteto en una bruma de inseguridad e insatisfacción que ahogan con alcohol, cenas, tabacos y trabajo. Cuán infeliz debe ser un adulto que se reprime. Razón misma por la que el fundido a negro del final, cuando las dos parejas han alcanzado el signo de interrogación de “¿qué hacemos entonces con este desastre?”, la comedia se convierte en una sátira dolorosa de la vida misma y sus estándares, en una apuesta por la absurdez colectiva.
Ficha técnica
Título original: Carnage; Año: 2011; País: Francia/Alemania; Dirección: Roman Polanski; Guion: Polanski, Yasmina Reza; basado en la obra de teatro Le Dieu du Carnage, de Yasmina Reza; Fotografía: Pawel Edelman; Música: Alexandre Desplat; Reparto: Christoph Waltz, Kate Winslet, Jodie Foster, John C. Reilly; Duración: 80 minutos.
(Por: Mario César Fiallo Díaz)