Robot Dreams
Todo acontece en la plenitud de una Nueva York ochentera en el diseño y gozosamente ucrónica, con las Torres Gemelas erguidas y nuestra especie ausente, porque su lugar lo ocupa el reino animal. Allí, en la desolación de su apartamento, a un noble perro se le ocurre (o la publicidad le propone) solicitar por encargo un acompañante mecánico. El vacío de una gran ciudad, da igual quiénes la pueblan. El instinto irreprimible de enfrentar el desencanto, a cualquier precio. La vida moderna, en algunas de sus formas.
La gran trampa de Robot Dreams es hacernos creer que solo en eso consistirá el planteamiento dramático que tenemos delante, y nos equivocamos. En realidad, si desconocemos el argumento completo, no tenemos manera de asistir preparados a la reflexión tan honda que Pablo Berger nos comparte sobre otras cuestiones de alto interés humano, adulto, universal. Esta, su más reciente joya, guarda mayor relación con los puntos álgidos de Casablanca o la contemporánea Vidas pasadas, que con otro tipo de parentescos.
El Cinematógrafo: Vidas pasadas
Asimismo, una vez vista y admirada su técnica hasta el éxtasis de los sentidos, películas así de pletóricas y disfrutables parecen susurrarte al oído que la animación es la respuesta a cualquier desafío, a cualquier sueño imposible de concretar con fotogramas tradicionales, lo mismo para un espectador que para un realizador. Lo creo y, además, celebro cada vez que un cineasta se muda del live action al cartoon para crecer en su discurso y expandir su talento. España no es nueva en dicha práctica: al ejemplo de un ya reputado Fernando Trueba que en 2011 se atrevía con Chico y Rita, y que lo ha vuelto a hacer con Dispararon sobre el pianista, debemos sumar este grato giro en la carrera de Berger (Torremolinos 73, Blancanieves y Abracadabra conforman el resto de su breve y fascinante carrera cinematográfica).
¿El título indica que un robot, llamado justo así, tiene sueños? ¿O se refiere a que su coprotagonista de cola agitada sueña con un robot para combatir la soledad? Ambas teorías son válidas: por una parte, el perro se llama Perro, como podemos comprobar junto al timbre en los bajos de su apartamento; por otra, ambos personajes se echan de menos lo suficiente para que sus sentidos se entrecrucen en un título tan concisamente anglosajón como deliciosamente ambiguo.
Robot Dreams. Basada en la novela gráfica francesa de Sara Varon. Premisa similar a Frank y el robot, el infravalorado drama con Frank Langella. Una nueva sorpresa para nuestras carpetas personales de dibujos animados. De aquí a la eternidad se humedecerán los ojos con solo recordar que existe, y no precisamente a los más pequeños. Ha pasado con Up, Del revés, Coco, estrenadas hace menos de 15 años, por solo limitarnos a la esfera más globalizada en exclusión de la europea o la asiática. En términos acumulativos, resulta sorprendente cómo en este siglo la animación ha ido captando y unificando el criterio sentimental de grandes y chicos, con mayor consenso a menudo que cuando se trata de películas “de carne y hueso”.
Pues bien, Robot Dreams también incide en el corazón y se gana, por su madurez y profundidad, el derecho a estimularnos el lagrimal, siempre que estemos dispuestos a revivirla de principio a fin, si bien lo hace desde esa prudencia distanciada que uno echa de menos en tiempos de tanta manipulación fácil.
Es increíble la habilidad con que se prescinde de la verbalización para narrar tan inteligente fábula sin hacerla muda a la vieja usanza (la Blancanieves del propio Berger), ya que el sonido ambiente interviene y aporta de forma continua. El ritmo citadino, la fauna circundante, el viento y las olas en las escenas de la playa, el September de Earth, Wind & Fire…; todas estas inserciones cumplen la función de “sonidos del silencio”, y perfilan entre un personaje y otro más precisión comunicativa que si hablaran en términos literales.
No por ello deja de ser un riesgo, y reconozco por ende el valor con que se afrontó, la concepción de un largometraje animado donde sus protagonistas, pese a la simpatía con que están dibujados, priven a la audiencia del placer de adjudicarles voces. La identificación sonora, no obstante, destaca cuando se requiere a través de elementos diegéticos (“… remember how the stars stole the night away…”), al punto de que Perro y Robot acaban “hablándose” sin verse siquiera en uno de los momentos más conmovedores del cine del pasado año.
Al final de Luces de la ciudad, la chica que había sido ciega reconoce al vagabundo por el tacto. Aquí, algo similar sucede a través del sonido, gracias a una melodía en común que identifica a dos solitarios en igualdad de condiciones. Pero, más allá de la remembranza, es una aguda sensibilidad lo que enlaza en tono y bondades ambos casos. Con lo anterior me refiero a que la lucidez sentimental de Berger está a la altura del Chaplin más inspirado y atronadoramente silente, y podría sentirme tentado a utilizarla de referencia o como medidor en el futuro.
A este peculiar conjunto visual y sonoro hay que sumar el factor x, ese enigma que elige funcionar o no en dependencia del producto y del talento puesto en el mismo. Por eso lo considero un clásico nuevo e instantáneo, con la dicha de no parecerse demasiado a ningún otro. Sé que si volvemos a él seguiremos desenterrando cosas valiosas en casi todo momento. El nivel de detallismo e información que sostiene Berger a lo largo de la función es sorprendente, sobre todo, por lo íntima y fugaz que resulta la grandeza que maneja y disfraza de sencillez.
Habría que pulsar el botón de pausa ante muchísimos planos para evaluar todo lo que nos transmiten, pero se siente un crimen interrumpir algo de ritmo tan fluido, orgánico y natural. De hecho, juraría que esa es la aspiración máxima de Robot Dreams: que aprendamos a aceptar el tiempo pretérito, con la lógica insatisfacción de no poder regresar a una sensación ya vivida ni a enmendar los errores, y aspiremos a una madurez consecuente con el futuro, donde no siempre la materialización de nuestro deseo es necesariamente la solución más feliz.
Una de las claves por las que siempre la recordaré, quizá la más significativa en mi sensibilidad individual, es su curiosa renuncia al happy ending. Nada descarnada o vana, sino con total lógica e imprescindible para dar sentido a todo lo anterior. Puede que triste, en todo caso, como un precio a pagar por la lección de madurez vital y artística que nos han regalado estos 98 minutos.
Los “Berger dreams” de una próxima obra maestra, al menos por mi parte, ya han comenzado.
Ficha técnica
Título original: Robot Dreams; Año: 2023; Países: España, Francia; Dirección: Pablo Berger; Guión: Pablo Berger; Música: Alfonso de Vilallonga; Montaje: Fernando Franco García; Duración: 98 minutos.