Una mesa, o una superficie lo más plana posible, que si no tiene patas la sostenemos sobre las nuestras, a punta de rodilla. Las fichas, y que estén las 55, porque, si no, no prestamos más el juego. El “rifle”, ya saben, el que mata lentamente, y si no hay no importa. Papel y lápiz para dictar sentencia, o pollona, que es lo mismo. Ya, ¿no?
Bueno, si hay otro componente que no puede faltar es el entusiasmo. Para tener la cara larga ni te sientes, ni te berrees en caso de perder: en torno a este juego solo puede haber éxtasis, el que te brinda ese momento en que se desvanecen las penurias, las colas dejan de importarte y es mejor perder la cuenta de lo que hay en el refrigerador y lo que no, porque el más mínimo error táctico puede costarte tu dignidad humana hasta la próxima victoria.
Por cierto, dicen que lo inventaron los chinos. Pero… ¿es seguro? ¿No fue en cada cuadra de este país? Habría que consultar las fuentes, claro, pero es que los cubanos parecemos los propietarios de la patente: de cumpleaños en cumpleaños, de fin de semana en fin de semana, de generación en generación, ese invento chino nos tiene “dominados”.
Las partidas de verdad sabes que son de verdad porque de principio a fin se alternan el resonar de la madera y el silencio que ya quisieran los grandes estrategas para trazar batallas. Mientras, donde en vista aérea creeríamos que está el mapa militar, solo hay una serpiente de toscas curvas, en crecimiento constante de un punto cardinal a otro.
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No falta quien observa de pie, y ojo si permanece callado: eso significa que está aprendiendo o que sabe ya lo suficiente para pedir turno y aplastar al vencedor del momento. Esa clase de gente no necesita ni pareja para ganar, se somete a las reglas tradicionales por puro paripé.
A lo largo de mi vida he visto auténticas contiendas del blanco al nueve, que merecerían ser televisadas y comentadas por locutores en sudoración continua. En los instantes de tensión digna de un penalti Madrid-Barça, el aire se corta con un impacto similar al del batazo decisivo con bases llenas, y se profiere un grito gutural no apto para menores que supera a cualquier “¡Gol!” o “¡Se fue!” que yo haya presenciado jamás.
Ahora que lo pienso, nunca he sido de golpear muy duro sobre la mesa al “pegarme” ni de vociferar tanto como los más extasiados, pero es que tampoco soy muy bueno, a decir verdad. Eso sí, me paso mucho tiempo sin practicarlo y enseguida me entra tal nostalgia que, por ejemplo, esta vez me ha dado por escribir sobre ello; supongo que el tecleo me recuerda el sonido cuando se “da agua”. La próxima vez no sé qué se me ocurrirá sin mis compinches al lado, sin la mesa despejada para darnos el banquete de la serpiente sin curvas, sin el rifle de la muerte lenta ¡que no es imprescindible, reitero!
Pero sí, soy malo. Me falta quizás un poquito más de calle, de empatía con el de enfrente y perspicacia con la pareja ubicada a mis flancos, de torneos de madrugada bajo el alumbrado público (mientras hay luz, sino bajo linterna de celular), de estrategia, de frialdad, de furor, para considerarme un verdadero “dominado”.