No sé en qué momento una máquina a Colón llegó a costar 1 000 pesos, o un asiento en similar transporte hacia La Habana 2 000. A veces, cuando veo esos precios, pienso que a alguien se le fue algún cero de más, al repetir: “¿Cuánto?”, enseguida el increpado toma la defensiva y habla de que hay que subir “porque la vida está muy cara y dura”, “una libra de frijoles cuesta 300”, “un file de huevo 2 900” y el “dólar, ese ya anda por las nubes”.
Suspiro y me armo de paciencia. Mientras algunos pueden seguir inflando la burbuja, otros, la mayoría, no tenemos más alternativas que apretarnos el zapato y aprender a sobrevivir con un salario de 4 000 pesos o seguir sumando pluriempleos hasta que las fuerzas nos den.
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Pero a lo que iba, la transportación pública, desde hace unos años ya, se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza para los matanceros. En este caso me atrevo a generalizar y “montar en la misma guagua” a todos los cubanos.
Un parque vehicular deprimido en el sector estatal y los altos precios en el particular, basados en la carencia de piezas, su adquisición en moneda libremente convertible o en la escasez de combustibles que deben ser comprados a un elevado costo en el mercado informal hacen que, en la actualidad, los pasajes hacia cualquier sitio se encarezcan y dejen casi desprotegidos a muchos trabajadores con necesidad de transportarse a diario.
Pienso, por ejemplo, en mis compañeros de la maestría, que cada martes deben trasladarse desde el interior de la provincia hacia la Universidad de Matanzas para superarse. En mis colegas de Pedro Betancourt o Cárdenas que necesitan venir al menos una vez a la semana hasta la capital provincial, para contribuir con las rutinas productivas de nuestro medio. O en quienes en la noche tienen que salir con urgencia a algún hospital y para ello deben desembolsar lo que no ganan en una jornada.
A todo ello se suma la disponibilidad de combustible en el país, cuya presencia varía y afecta la movilidad de la población y, por consiguiente, el precio de la transportación aumenta. Por tanto, no es difícil de predecir que algunos ceros seguirán engrosando el valor de los pasajes y de otros bienes más.
Lo cierto es que aun cuando la mayoría siente en carne propia las distorsiones de la economía cubana que han provocado, entre otras cosas, la depresión del transporte público; otros, quienes poseen, por ejemplo, un vehículo estatal, se dan el lujo de avivar más el fuego de la desesperación y no recoger en las paradas donde no hay inspectores, aunque viajen con capacidad.
También existen los que, conociendo esta circunstancia, no permiten flexibilizar horarios, poner en práctica el teletrabajo o trabajo a distancia o establecer sistemas que simplifiquen los traslados innecesarios y le “cuiden un poco el bolsillo” a los trabajadores, todo ello sin que se afecte su contenido laboral.
De igual forma, sería necesario repensar los altos costos de comercialización de vehículos alternativos para la población, como las bicicletas y las motos eléctricas o, en todo caso, venderlas a plazo, para paliar un poco esta situación.
Mención aparte merece la puesta en funcionamiento de los mototaxis, que, si bien alivian la transportación urbana, deberían repensarse sus rutas y horarios para que también cubran los trayectos más críticos de la urbe.
La adopción de medidas de carácter económico con gran impacto en la sociedad, en un sistema como el nuestro, debe ir acompañada de otras opciones, como la anteriormente citada, que no desprotejan a quienes tienen menor nivel adquisitivo, y que en muchos de los casos, son los que respaldan desde la base la producción y los servicios que sustentan nuestra sociedad.