Un meme dedicado a aquellos que no se bañan, porque con estos fríos, si se mojan, les da catarro. Un pedido por un donante de sangre A+ para la operación de cadera de una abuela materna. Una postal donde Piolín, con los ojos en forma de corazones, te desea un feliz viernes. La foto de un pequinés que se extravió de un apartamento hace tres días, y sus dueños están desesperados. Un video de autoayuda que, con una voz computarizada, te sugiere que te quieras a ti mismo. Una petición de leche en polvo para un bebé que quieren destetar. Todo ello podemos encontrarlo, cuando estamos aburridos y sin tener nada mejor a qué dedicar nuestras vidas, revisamos Internet.
Si navegamos un rato en el mundo 2.0, en algún punto, entre tantas misceláneas y menudencias, tropezaremos con llamadas de auxilio: por un antibiótico, para aplacar esa virosis que flota en el aire; por alguien que viaje de Matanzas a La Habana y pueda transportar unos documentos importantes; o por un técnico que cobre barato, porque al refrigerador se le detuvo la máquina y se te echará a perder la carne de la dieta.
Las personas acuden a la web con la esperanza de que todavía, entre nosotros, quede quien no haya perdido la nobleza y pueda teclear: “Te tiro un cabo con eso”, porque entendió que solo entre todos nos mantendremos a flote, aunque el agua nos llegue al cuello y la mar luzca picada.
Incluso, hay quien no puede resolverte directamente, pero igual quiere ser útil, esa virtud que tanto nos recalcó Martí, y comparte el post donde se hace la petición. Entonces, se crean esos carteles que resultan screenshots de una screenshot de otra screenshot, como un calco del infinito, sobre todo en los estados de WhatsApp.
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Las redes sociales han llegado para poner patas arriba la mayoría de las dinámicas que conforman nuestro día a día. Me refiero a la manera en que utilizamos el tiempo; o a cómo nos enteramos de una realidad que no sabemos si está más caótica que antes o que, como poseemos más acceso a la información (asesinatos, desastres naturales, desamores y soledades), la encontramos aún más terrible; o a las formas en que recurrimos al prójimo.
Antes, levantabas tu teléfono de cable enroscado y comenzabas a llamar a todos los números anotados en tu agenda, o hacías correr la voz entre vecinos y colegas. Rezabas que en esos pequeños círculos apareciera la respuesta. Ahora se emplea el alcance de las redes sociales; una teoría afirma que a través de seis personas podemos contactar a cualquiera en el mundo, en fin, enviamos un SOS planetario.
El contexto económico actual nos coloca delante de una curiosa dualidad. Por una parte, se ha exacerbado la vieja metáfora del hombre en una Isla enfrascado en su lucha por la supervivencia; pero, a la vez, nos hace conscientes de que requerimos de los demás, porque a veces las conexiones y los recursos a nuestra disposición no nos bastan para satisfacer las necesidades propias o para llegar a donde queremos llegar.
No obstante, cuando el ser humano exhibe su lado más virtuoso, existe quien muestra la otra cara de la moneda. Entonces, emergen sujetos que se aprovechan de estas comunidades solidarias. Estos, que llevan por alma una billetera y una balanza de oro, utilizan esta función de la web para lucrar a base de las buenas intenciones de los cibernautas.
Por ejemplo, solicita ayuda monetaria para un supuesto caso social —una madre con dos hijos a punto de la inanición, un infante con un tumor maligno, o lo más bajo que se le ocurra— que, según él, si no la recibe, perecerá; mas, al final, no va más allá de una estratagema para poder seguir tomando cerveza.
Por suerte, aún todo no está perdido y, tarde o temprano, aparece quien está dispuesto a auxiliarte o conoce a alguien que puede hacerlo. En el momento en que esto no suceda, sabremos que arribamos a un punto de no retorno, y el egoísmo nos consumió por completo hasta convertirnos en plástico y polímero.