Vivir en Matanzas conlleva placeres con los que soñé desde pequeña: estar cerquita del mar, poder ir a Varadero cuando quiera y respirar el mismo aire que muchas estrellas del béisbol cubano de todos los tiempos.
De eso último solo tenía referencias lejanas, lecturas, artículos, conversaciones con colegas y amigos, donde afloraba la maternidad de nuestro Deporte Nacional en estas tierras bañadas por las aguas de los ríos.
Entre pandemia, rupturas y acomodo de las esencias, iban pasando los meses y el Palmar de Junco se hacía lejano, hasta que una cobertura de esas que no se esperan me llevó al Salón de la Fama. Allí, una presentación literaria, y muchos hombres peinando canas que hablaban de pelota y reían, y en sus ojos la nostalgia gozosa de haber sembrado virtudes sobre la grama.
Confieso que del libro no recuerdo casi nada, pero de cada uno de ellos lo recuerdo todo, reparé en los detalles de sus voces y facciones, asociándolos a las viejas fotos de revistas y artículos disímiles que coreaban sus hazañas.
Pero alguien en particular llamaba mi atención. Félix Isasi estaba allí, con la picardía de aquellos años 60 y 70, en los que se inmortalizó gracias a su bola escondida y, claro, a la talla de jugador que era.
Verlo contar aquello lo hacía a uno sentir que estaba en las gradas: “Cuando un jugador llegaba a segunda en un momento difícil, casi siempre en los finales del juego, yo cogía la pelota y me dirigía a la lomita, simulaba que se la entregaba al pitcher y entonces la escondía en el guante. Regresaba a solo metros de segunda y el lanzador frotaba la pez rubia, y cuando el corredor se movía yo corría para tocarlo y ponerlo out. Al primero que sorprendí fue a Felipe Sánchez”.
Tenía solo 17 años, iniciaba la década de los 60 y a partir de ahí lo verían brillar en Occidentales, Henequeneros, Centrales, Matanzas, formando parte de los Tres Mosqueteros, epíteto con el cual fue bautizada la combinación en el line up de Isasi, Wilfredo Sánchez y Rigoberto Rosique.
Ahí había de todo: tacto, velocidad, fuerza. Como diría el inolvidable Félix: “A nosotros nos salían las cosas perfectas, ellos se embasaban y yo los impulsaba. Creo que eso fue crucial para alcanzar el título de 1970”.
En 1966, Isasi integró el equipo cubano de menores de 23 años para jugar en México, y en 1967 representó a Cuba en los Juegos Panamericanos de Winnipeg, Canadá. Actuó en seis series mundiales, tres panamericanos y dos centroamericanos y del Caribe.
Aquella fue una etapa en la que el pitcheo imponía respeto y exigía el extra de los bateadores; y el matancero promedió para .293 y se robó 231 bases; era llegar a primera y se podían notar nerviosos a los infielders.
Casi que puedes escuchar el coro en las gradas, “¡se va, se va!”. Los lanzadores se viraban hasta cinco y seis veces para mantenerlo a raya. ¿A raya a quién?, si el veloz, inteligente y pimentoso bateador era incapturable.
Entre más nerviosos los veía, más crecían sus intenciones de estafar la segunda almohadilla y el público enloquecía porque disfrutaba del show que representaba su sola presencia en el terreno, era un verdadero espectáculo que a muchos de los que amamos la pelota nos hubiese encantado ver.
Pueblo Nuevo y el Palmar de Junco lo despidieron hace pocos días, se enorgullecieron de acunarlo en sus peripecias y de formarlo como atleta, seguros de que allá dónde esté seguirá escondiendo la bola, impulsando carreras y marcando épocas.