Nostalgias de un mochilero: las noches del Escambray

Montañas del Escambray. Foto: tomada del sitio web del Periódico Escambray

Montañas del Escambray. Foto: tomada del sitio web del Periódico Escambray.

Aquel debate con el veterano periodista sobre la pertinencia de llamarle Macizo de Guamuhaya o Escambray a las montañas que se asomaban por nuestra ventana, como un espejismo de hombre sediento, pude ganarlo con un argumento irrefutable: mi mamá había nacido en algún punto intrincado de esa cordillera que solo se alcanzaba a ver con suficiente nitidez en ciertos días claros, y a nadie le asiste más razón para nombrar un lugar que a los propios habitantes de ese sitio.  

Incluso, durante la sana porfía, pude hasta presumir de haber desandado esas montañas de noche, tras el avance certero y ligero de un guía que era experto cazador y pescador.

Pero el respeto hacia el profe era mayor y, al no ponernos de acuerdo, elegimos un tema en el que sí convergíamos: la humanidad y grandeza de Antonio Moltó.

Con cuánto orgullo le hubiera narrado a ese gran contador de historias, como era aquel veterano colega, de mis peripecias bajo el manto oscuro y entrañable que se asienta sobre las lomas del Escambray, como le llaman los guajiros que viven entre sus estribaciones, por más que los doctos en Geografía se empeñen en cambiarle el nombre.

Es que en la zona de Cumanayagua y sus alrededores, solo con que alguien afirme que se dirige o viene de “Las Lomas”, ya se entiende que puede ser lo mismo de Las Moscas, La Sierrita, El Sopapo u Hoyo de Padilla, o cualquiera de los tantos lugares protegidos por las extensas laderas de las impresionantes montañas, las mismas que a veces lanzan gigantescos pedruscos cuesta abajo tras los desprendimientos que provocan las intensas lluvias.

En las lomas, las noches son diferentes, porque, en ausencia de luna, la oscuridad es total, como si se tratara del principio del mundo, mucho antes del big bang, cuando nada existía.  

Aunque no logres distinguir una silueta ni las palmas de tus propias manos, sí sentirás a cada paso que alguien te acecha desde la espesura. Entenderás que entre las ramas y los montes la vida fluye exuberante desde el reino mismo de la quietud.

Las jutías, el sijú, los venados o el temido perro jíbaro habitan la noche. En un sigilo  asemejan espectros, porque sabes que están ahí, muy próximos, pero no alcanzas a escucharlos, mucho menos a verlos.

Si te convidan una de esas noches a realizar alguna de las tantas actividades cotidianas de la gente de allá arriba, bajo la protección de la oscuridad, entenderás que los habitantes de las lomas evolucionaron asumiendo habilidades especiales, hasta convertirse en una especie de Homo Sapiens Montañés. 

Comencé a manejar semejante tesis cuando no me quedó más remedio que asentir tras una invitación a pescar camarones, labor que solo se practica, al menos en las montañas, después de que el sol se oculta. 

Con asombro admirarás esa capacidad de avanzar en la total negritud, o de distinguir los guineos salvajes entre los árboles, o la jutía alimentándose en la copa del algarrobo, y hasta desplazarse sobre un angosto trillo sin tropezar con los cientos de sapos gigantes que salen al medio del camino, vaya usted a saber por qué.

Nunca he podido desprenderme de esa imagen un tanto mística: tantos sapos y tan próximos unos de otros, sus tamaños, que además todos tenían las mismas dimensiones. Recuerdo que evoqué una de esas plagas que asoló a Egipto, según la Biblia, ya que no encontraba otra explicación verosímil. 


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Los raros anfibios permanecían inmóviles e indiferentes, como si hubieran caído del cielo y se sintieran desorientados. Es de las primeras imágenes que acuden a mi mente cuando pienso en el Escambray, algo que tampoco le comenté al profesor.

Entre los rasgos inquietantes que singularizan a los hombres de las montañas, destaca su afición por la caza y la pesca. Allí pude practicar esta última y, aunque han pasado los años, aún no he podido entender cómo mi primo corría sobre tales piedras sin tropezar ni caerse.

Yo, en cambio, apenas lograba incorporarme del suelo, a donde regresaba una y otra vez, al intentar caminar entre las rocas lisas y limosas.

Pensaba, y lo mantengo al paso de los años, que los lugareños nacen con ausencia de miedo. No tienen permitido sentirlo, ni tan siquiera de niños, quizá porque desde edades tempranas deben enfrentarse a los rigores de la vida en las montañas. Esa ausencia de miedo era la razón, pienso yo, por la que mi primo introducía las manos en las cuevas inundadas de aguas y sacaba unos camarones de casi 20 centímetros, sin chistar ni mostrar gesto de dolor, aunque la tenaza de aquel bicho se prendiera con fuerzas a su dedo índice.

Lo cierto es que en el Escambray la pesca del camarón dura toda la noche. La faena solo concluye cuando la oscuridad cede a la luz del alba. Y yo iba tan concentrado en trasponer las piedras sin caerme, mientras sostenía un morral con las capturas, que se me había olvidado que existía el día y que el sol era el mejor aliado para esos humanos que no evolucionaron lo suficiente como para recorrer una montaña de noche.

De aquella jornada memorable conservo dos enseñanzas que transformaron mi percepción del mundo. La primera está relacionada con la bondad de mi primo, porque por más que tropecé y chapoteé, no recibí ni una expresión de burla.

La otra, más que una enseñanza es un grato recuerdo del que tampoco he podido desprenderme y que también asocio con las lomas del Escambray: el amanecer en las montañas es de esos momentos sublimes que de tan hermosos hasta sugestionan.

Cuando el sol anuncia su salida, esas lomas se avivan en un jolgorio intenso, donde intervienen todas las aves del monte, para entonar al unísono una especie de canto a manera de saludo a la luz de la mañana. 

Estoy seguro de que entonces también reverencié con todas mis fuerzas ese amanecer que descorría la oscuridad del cielo como si de un telón se tratara, para así darle paso a la belleza indescriptible de un paraje que minutos antes me había llenado de pavor. Y eso tampoco se lo conté al venerable profesor.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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