Hace unos días recordaba con mi amigo Raúl D. Bien nuestros años estudiantiles, cuando cursábamos la Facultad Obrera Campesina, en el Instituto Preuniversitario José Luis Dubrocq, en esta ciudad de Matanzas.
Éramos un grupo heterogéneo, integrado por alrededor de 25 personas: trabajadores de diversos sectores, funcionarios…
Entre nosotros estudiaba un chino (tal vez coreano), alto, delgado, que respondía a los apellidos Jo Cha. Cuando la profesora pasaba lista y mencionaba su nombre, mi otro amigo, Pablo de la Campa, iniciaba una especie de sonido, cual motor que inicia su marcha: jo-cha, jo-cha, jo-cha, y poco a poco aceleraba el silabeo hasta que otros “graciosos” se le sumaban. El cincuentón de ojos rasgados solo lo miraba, y lo único que hacía era mover levemente la cabeza de arriba hacia abajo y estampar una breve sonrisa en su rostro. O sea, asimilaba el “bonche”, pero hasta ahí las risitas cuando la profesora llamaba al orden. Jo Cha no se mostraba enojado, quizás algo sorprendido. Demostró ser muy inteligente al aceptar de buen grado esa broma con sus apellidos, porque si se mostraba iracundo la “burlita” iría in crescendo.
En los tiempos actuales eso se llamaría bullying, si bien en la hora de la merienda (media hora de descanso), el chino (quizá coreano) se acercaba a nuestro pequeño grupo y departía con nosotros como si no hubiera pasado nada.
En una ocasión, cuando la maestra terminó de pasar la lista y se disponía a comenzar la clase, todo el alumnado prestaba el máximo de atención. De pronto, desde el fondo del aula se oyó una voz que dijo: “Profe, usted no mencionó mi nombre”.
Algo atónita, la maestra le preguntó, “¿Cuál es?”.
—Ofelia (no recuerdo los apellidos).
—Usted no aparece en el listado.
—Habrá sido el error de alguien, pues sí estoy inscrita en esta facultad.
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Debemos adelantar que Ofelia era una trigueña alta, bien vestida, perfumada, de rostro inexpresivo y un pequeño desvío en uno de sus ojos. Pero la particularidad del asunto es que Ofelia no estaba en sus cabales. Se creía firmemente que ella, al igual que nosotros, estaba matriculada en la facultad.
La profesora, al enterarse por una de las alumnas de la dificultad mental de Ofelia, la aceptó en el aula, con la condición de que se portara bien y pusiera toda su atención en todas las clases.
La mujerona aceptó de buen grado. Era aplicada, no hablaba con nadie, solo en ocasiones musitaba consigo misma, según contaban sus más próximos compañeros de aula. Con ella no hubo burla de ningún tipo ni bromas ni comentarios sarcásticos. La tratábamos con el debido respeto, y eso ella lo agradecía, moviendo levemente la cabeza. Por supuesto que le brindábamos merienda, que no aceptaba, comprada en un punto de venta situado en calle Contreras y Dos de Mayo.
Todos esos recuerdos nos venían a la mente a Raulito y a mí.
Como debía ser, llegó el día de las pruebas, y Ofelia exigió amablemente también realizar su exámen. Compleja situación para los profesores de las distintas materias. Para no ofenderla, le entregaron una de las hojas mimeografiadas, para que vertiera en ella sus conocimientos sobre la materia en cuestión.
Fue la última en entregar su exámen. Aguardó unos minutos para que la educadora le diera su parecer. “Muy bien, Ofelia. Estás aprobada”.
Unos cuantos de nosotros que nos quedamos merodeando por los pasillos entramos al aula después de que Ofelia se hubo marchado.
—Por favor, profe, ¿cómo salió Ofelia?
—¿Cómo creen que ella haya podido salir? Les mostraré su examen, pero no quiero enterarme de ningún tipo de burla con ella.
El papel mostraba letras irregulares, no mantenía la línea de los renglones y las respuestas eran incompletas. En la redacción de sus respuestas mostraba su desvarío. Las iniciaba bien, pero después se perdían por vericuetos de la mente no adaptada a los requerimientos de un régimen de estudio serio y profundo. Ella hizo lo que pudo, hasta donde su inteligencia se lo permitió. Era el examen final. Después de esa jornada nocturna, no volvimos a saber de Ofelia, pues muchos de nosotros emprendimos estudios superiores en la Universidad, otros quizá se conformaron con el nivel alcanzado y continuaron con sus habituales labores.
Nunca más volví a ver a Ofelia, aunque sí al chino (no sé si era coreano) Jo Cha, una tarde en que él esperaba ómnibus en la parada de la Catedral. Nos saludamos afectuosamente y recordamos parte de nuestro tiempo como estudiantes, y por supuesto, a mi amigo Pablo, y sonreímos por sus ocurrencias. (Por: Fernando Valdés Fré)