Una lucha interminable contra la nostalgia es ese sentimiento que abarca todo tu cuerpo y espíritu cuando sabes que acabas de “abandonar” tu escuela, tu casa por años, tu rincón de escape; simplemente porque sabes que te vas de un lugar al que le debes mucho y ni siquiera tienes idea de cómo agradecerle tantos recuerdos latentes, y sí, hablo de ti, mi casa azul, el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas) Carlos Marx.
Aún recuerdo mi primer día en ese enorme centro de paredes azules, muy azules, el bajar esas escaleras que parecían infinitas en nuestro templo (el anfiteatro) y por cada escalón que iba descendiendo me convencía más de que allí, sin duda alguna, pasaría los mejores momentos de mi vida; y es que la vida se trata de momentos, momentos efímeros, y a mí la vocacional me dio mucho de esos.
Es lo que denomino un pasillo infinito de recuerdos. Allí lloré cuando supe que tenía bajo índice en la mortal (para mí) Matemática, y esos mortales trabajos de control del profe Yassel… Y sí, era sumamente difícil, pero, ¿irme de mi casa azul?, qué va, eso sí que era imposible para mí.
“No vayas para la vocacional, la comida está mala”. “Ni agua hay, sabes el trabajo que pasarás”. “Mejor quédate en el pre, estarás más cómoda”. Palabras y palabras de aviso que me parecieron vacías y nulas, nunca sabrás qué es sentirte “ipeveciano” si no lo vives por ti mismo.
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Nunca sabrás de esas noches de hambre, esas tardes de “picnic” en que uníamos la comida que nos quedaba a cada una de nosotras; de cada carrera hacia el tanque de agua a ver si lográbamos bañarnos; las mañanas de cuartelería que aprovechábamos para dormir algo más; los de pie con música de Yasmany, o la profesora Odalys que iba hasta tu cama directamente a levantarte como si fuera tu madre en tiempos atrás. Cada inconveniente para otros fue magia para mí, la magia que todo egresado extraña sentir.
Siguiendo con lo del pasillo infinito de recuerdos, más que el aula que te vio por casi cuatro años, más que los terrenos para jugar básquet o fútbol (la piscina), más que la dirección, el Titanic, el pre abandonado, el comedor y los albergues, fueron las personas que hacían que todas esas paredes cobraran vida, los amigos que sentías hermanos, esos profesores que se sentían algo padres.
Cómo olvidar las ocurrencias de Pancorbo o de Alex, a nuestro profe Alfredo que tanto queremos y que tanto nos enseñó, al profe Mena con sus clases tan dinámicas, o todas las veces que intentamos huir descaradamente de los turnos del físico porque las tardes se convertían en una nube donde parecía que el tiempo no corría. A mis queridos (y no tan queridos por la mayoría) Frank y Hugo, y por todas las madrugadas de práctica del pelotón de ceremonia y pases de banderas, y también esos consejos de vida, a mi profe Kiki que, ¡por favor!, quién no quería a Kiki, a Papo y sus caritas pintadas al final de cada clase para comprobar si habíamos disfrutado sus excelentes conferencias de historia (siempre fue una carita sonriente para mí, profe), y a Yoitiel con su famoso “chicletéate” (solo los que son de la Marx entenderán).
¿Es posible sentir como a un familiar desconocido a una persona que pasó por una vocacional, sea de donde sea? Sí, es posible. Es una conexión, un destello el simple hecho de contar con alguien que pasó por una casa azul (o del color que sea su IPVCE), no lo sé, pero, si alguien te dice: “Yo pasé por la vocacional”, prepara tus oídos, porque esa persona tiene millones de historias que contarte.
Gracias a cada ocurrencia de cada una de mis hermanas mayores durante cuatro años, a esos amores que traían consigo momentos inolvidables pero, otra vez, efímeros. Por cada rueda de casino, a mi gente de la generación 45, que sepan que seremos eternos destellos azules con una pañoleta amarrada al brazo con nuestro logo de IPVCE bien grande y rojo vivo, como nuestro paso por ese azul vibrante.
Como dice Humbe, pero me atrevo a agregarle unas palabras a la expresión: “En esta casa azul no existen fantasmas, son puros recuerdos eternos”, por cada rincón de esa casita y por cada persona que de una forma u otra me ayudó a escribir las páginas de este libro que nunca se cierra; esta crónica es para ustedes. (Por: Dayjana García Pérez, estudiante de Periodismo)