Mucho se ha especulado sobre las dotes sobrenaturales de esa persona llamada Agustín, invidente natural, que algunos aseguran tenía la posibilidad, el don, para llamarlo de una manera mística, de poder “ver” a través de otros sentidos, como el tacto y el oído.
Lo conocí cuando yo trabajaba como reportero en la esfera de Cultura, allá por los 90, en que el periódico Girón pasaba de ser diario a convertirse en semanario y varios compañeros fuimos a desempeñarnos en otros medios de comunicación, y Radio 26 me acogió durante cinco años. En ese entonces radicaba en la calle de Contreras, entre Santa Teresa y Zaragoza, por lo que varios compañeros de labor asistíamos con frecuencia a tomar café a una instalación que por aquellos tiempos se ubicaba frente al Parque de La Libertad.
Casi siempre estaba por allí Agustín, con su inseparable bastón, espejuelos oscuros, con un cigarrillo entre los dedos, conversando con algún transeúnte sobre cualquier tema.
En más de una ocasión nos dedicamos a escucharle respuestas inteligentes dirigidas a quienes, con intención de saber hasta dónde podía llegar su imaginación o su saber en temas diversos, detenían su lento pero preciso paso. A todos atendía, era un personaje que causaba admiración. Habitualmente vestía una limpia guayabera, de mangas cortas, de esas que poseían dos bolsillos bajos y otros dos a la altura del pecho.
—¡Agustín, ahí viene tu guagua! —decía de pronto un bromista.
—Esa no es —ripostaba el invidente.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el ruido del motor.
—Solo por eso lo adivinas.
—Yo no adivino nada. Solo sé que lo sé.
Y tan simple e irónico diálogo terminó cuando el bromista quiso hacerle otra pregunta al no vidente, y este le respondió con cierta acritud:
—Váyase a freír espárragos.
Lo dijo sin enojo, pero sí de una manera cortante. El risueño se marchó algo apenado ante el grupo de seguidores que esperaban un diálogo más sustancioso, pero que resultó fallido por la inteligencia natural de Agustín, quien se percató de la intención del otro.
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Otra cuestión que se comentaba de él era que podía distinguir los valores de los billetes. ¡Uf, eso sí es harina de otro costal!, porque en lo referido a la ruta de ómnibus que debía abordar pudiera ser que en algún momento cuando él se hallaba en espera de la guagua en la parada de la Catedral, le preguntara a algún potencial pasajero cuál era el número del vehículo, y grabar en su mente el sonido del motor y quizás hasta el de la puerta, y “almacenar” esos ruidos distintivos.
Pero en cuanto a distinguir entre un billete de 5, 10 o 20 impera más la fantasía popular que la realidad objetiva de poder seleccionar el apropiado para pagar su pasaje o un café (casi siempre se lo pagaba algún buen ciudadano que coincidía con él en el establecimiento).
Como dijimos al principio de esta crónica, usualmente vestía una limpia guayabera de cuatro bolsillos, y lo más probable es que en cada uno de ellos distribuyera los pesos de diferentes valores, junto con la cajetilla de fósforos Chispas y la de cigarrillos.
Sea como sea, Agustín es un ícono de nuestra ciudad, que seguramente dejó de existir, pues cuando lo conocí ya era un hombre de alrededor de 60 años. Aceptaba las pláticas con cualquiera y, aunque carecía de la vista, tenía otra “vista”, la de la inteligencia para saber quién o quiénes se le aproximaban para embromarlo. Casi todos esos que pensaron en un breve diálogo con el que irían por lana, salieron trasquilados. (Por: Fernando Valdés Fré)