Las urbes se construyen gracias a sus muertos. Su carne se transforma en ladrillo y argamasa; sus huesos, en columnas y soportes que evitan que se nos vengan encima los techos a dos aguas y los cielos; sus miradas en vitrales y vitrinas, desde donde nos observan cautelosos como quien todo lo espera. Ellos nunca se van a ningún lado, solo se nos esconden en el pecho, o aún giran alrededor del Parque de La Libertad en búsqueda de una novia una noche de retreta, o juegan cubilete encima de un cajón en La Marina; solo que todo ello lo realizan en el plano de la memoria.
Los habitantes de ciudad debemos retribuirles de alguna forma esa manía de no abandonarnos en ninguna circunstancia y, por lo menos, tenemos que ofrecerles un último descanso apacible y una morada sagrada donde sus restos, como regalo final, se fusionen con la tierra donde los que permanecemos desandamos al amparo de sus ojos de vidrio.
En cualquier asentamiento los cementerios ocupan un lugar preponderante dentro de su identidad y espiritualidad, porque es el sitio al que asistimos cuando nos parece que andamos un poco lelos, un poco desarraigados. Además, cumplen una función sanitaria —los cadáveres al descubierto no son buena compañía, porque nos recuerdan la podredumbre que cargamos dentro—; y por su carácter sacro también se coloca empeño en su arquitectura que transita de lo monumental a lo lúgubre.
El cementerio de San Carlos Borromeo quizá sea uno de los sitios más hermosos de la ciudad. Sin embargo, el musgo y el tiempo han carcomido las tumbas y ello provoca, al uno adentrarse en él, una sensación mayor de la que por sí genera entrar en los dominios de la muerte y de los ángeles que, como sus alas son de piedra, no pueden ir a ninguna parte y deben, sin la opción de la huida, resguardar a los que reposan.
Dicho camposanto fue inaugurado el 2 de septiembre de 1872. Según explica Ercilio Vento Canosa, historiador de la ciudad de Matanzas, a este lo precedieron 14, muchos de ellos construidos por iniciativa de la propia ciudadanía, porque al Gobierno colonial no le interesaba erigir uno.
“Antes se realizaban los entierros en las iglesias. También ocurrió una serie de acontecimientos que hizo que proliferaran, como la epidemia de cólera de 1833 que ocasionó 15 000 muertes, y por lo cual se improvisaron varios de ellos: el de Bachicha, el de la Playa de los Judíos (se llama de esta manera, porque ahí enterraban a los niños no bautizados y a estos se le nombraban judíos), otro frente a la playa de El Tenis y el de San Juan de Dios, erigido en 1840, donde se le dio sepultura a José Jacinto Milanés, por ejemplo”, agrega.
Por la insistencia de los matanceros, las autoridades deciden acometer la obra. Con este objetivo se compra una caballería y media de la finca Chirimoya a un costado de la urbe. El espacio era suficiente para atender a los fallecidos del momento y asegurar el futuro. En cuestiones de amplitud, el San Carlos resulta el segundo más grande de Cuba, solo superado por Colón de La Habana.
“La experiencia acumulada (en otras partes de la Isla) apuntó a la construcción de recintos más funcionales y espaciosos, respondiendo a las mayores densidades y criterios ambientales. Se suma el diseño romántico monumental, donde se le daría mayor protagonismo a las avenidas, rotondas y a la capilla general. De igual modo, las sepulturas alcanzaron mayores escalas y niveles de ornamentación (…). El cementerio de San Carlos Borromeo, el Cristóbal Colón de La Habana y el Santa Ifigenia son quizá los que mejor ejemplifican esta vertiente”, expone el arquitecto Yanier Madroñal Alfonso en su artículo De la necrópolis ilustrada a la necrópolis romántica. Evolución del cementerio durante el siglo XIX en Cuba”.
Don Pedro Celestino del Pandal construye el pórtico con rasgos neoclásicos que aún lo identifican y la capilla templaria, se le dice así al poseer ocho lados. Sobre esta última Vento argumenta que le llamamos capilla porque había que nombrarla de alguna manera, en sí nunca fue consagrada a un santo ni tuvo cruces. Esta, a principios del siglo XX, se cede para conservar los restos de los héroes mambises de las luchas independentistas. También, incluso hoy día, constituye el único en Cuba con dos galerías subterráneas funcionales que se pueden tomar como obras maestras de la ingeniería.
El historiador separa el devenir del lugar en tres etapas: la Colonia, la República y después del Triunfo de la Revolución. En la primera se destaca el lujo preponderante en las tumbas con sus herrajes en hierro, el uso del mármol de carrara para las edificaciones y el apego al trazado que concibieron sus creadores. En la segunda, muy parecida a la primera, comienzan a aparecer nuevos estilos arquitectónicos como el art noveau y el art decó. En la tercera, según sus propias palabras, “la definiría como la del descontrol, porque las edificaciones funerarias se hacen pragmáticas totalmente. La gente construyó como quiso y pudo, entonces primó la fealdad”.
En la actualidad estos períodos se pueden discernir a la perfección si uno lo visita. Por consideración no solo a la trascendencia del lugar, sino también a esos que gracias a sus huesos nos mantenemos en pie; nosotros y el Teatro Sauto o un poema que nos habla de la madrugada, en fin, todo lo bello construido por el hombre en este pedacito, necesita en varias de sus áreas una restauración antes de que el daño sea irreversible.
Disímiles personalidades de la Isla descansan en sus predios: José Jacinto Milanés, que está ahí y quizá también en el vuelo de una tórtola montaraz; Bonifacio Byrne, que nos advirtió que si deshecha en menudos pedazos encuentra su bandera los seis pies de polvo encima de él no detendrán su canto; Miguel Failde, que aún debe tararear una de sus creaciones incluso en su sepultura, y por eso a veces parece que si acercamos el oído a la tierra se escucha como un danzón.
No obstante, Vento advierte que la profanación de tumbas, muchas de ellas con un fin religioso, ha afectado el lugar a través de las décadas y que entre los asaltados se encuentran, por ejemplo, Federico Milanés, hermano de José Jacinto y también un gran poeta, y la madre y la hermana de José María Heredia. En la actualidad, este flagelo se mantiene y él aboga por tomar medidas más recias al respecto.
Tanto por su arquitectura como por las personalidades que resguarda —mientras ellas nos resguardan a nosotros—, San Carlos Borromeo resulta el tercero de su tipo en cuanto a valor patrimonial de la Isla.
Entre los tantos sinónimos con que se puede sustituir la palabra cementerio, se encuentra necrópolis; término que puede traducirse como ciudad de los muertos. Entonces, afirmaré que coexistimos entre dos ciudades, una de los vivos y otra de los que ya no están, una debe sustentar a la otra y su unión conforma lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Rondamos entre las dos y en un punto seremos ladrillo y argamasa, columnas y soportes, vitrales y vitrinas. Por tanto, como deber hacia nosotros y los que nos antecedieron, tenemos que velar por esa última morada.
Interesante artículo.
Ayer mismo visité la necrópolis y me contrarié al no poder, dar la atención que de forma regular y posibilidades brindo.
Ya no existe la llave de agua, que permitía eliminar la humedad( hace años); me explicaron que por normas de salud.Ahora bien distante; en la entrada del cementerio.
Visito desde niña, con cierta regularidad y se percibe las altas y bajas en su mantenimiento, preservación, vigilancia ( resguardo ) de los cuales mi familia fué víctima.
Entiéndase que independientemente de la situación y lo antes expuesto, existe descuido de algunos propietarios. Existen bóvedas completamente destruidas hasta con derrumbes que conspiran con las vecinas para su conservación.( No estoy ajena a las imposibilidades económicas),pero acercarse para ver las condiciones.
El criterio es que todo conspira contra la preservación del lugar de valores arquitectónico destinado para el reposo digno y eterno