De locuras está plagada la historia de Cuba. Desvaríos hermosos, solo justificados con el amor por la independencia hacia una Isla que echaba su suerte en el medio del Caribe. Hechos que hoy con el paso de los años, y en el confort del hogar, se nos antojan imposibles si apelamos a la lógica y al sentido común.
Solo así, con una dosis alta de amor y locura, es posible imaginar que 82 hombres zarparan en un pequeño yate de recreo desde el puerto de Tuxpan el 25 de noviembre de 1956. Con poquísimos conocimientos de navegación, armas escasas y entrándole agua por los cuatro costados a aquel barquito que parecía una hoja de papel vapuleado por las olas del Golfo, hicieron su travesía durante siete días con Fidel al mando.
Tampoco los hizo recular la caída al mar de un combatiente al que no abandonaron, los malestares inherentes a los marinos inexpertos, roturas en el motor, el mal tiempo o las tormentas. Solo tenían una idea a la que aferrarse y hacer cumplir en tamaña epopeya: “Ser libres o mártires”.
Nada los haría cambiar el rumbo, pues de ellos dependía el futuro más inmediato de Cuba, sumida en una sangrienta dictadura que perseguía y mataba, tras bárbaras torturas, a quienes se oponían a sus dictámenes. Dependía de ellos el destino de un pueblo sumido en la más deshonrosa de las miserias, gracias a la casta oligárquica que usurpaba el poder.
Tras los retrasos imprevistos, los 82 hombres encallaron en Playa Las Coloradas el 2 de diciembre, dos jornadas más tarde de lo pronosticado. El alzamiento de Santiago de Cuba, que serviría de distracción a las fuerzas batistianas el 30 de noviembre, había ocurrido. Por lo tanto, el grupo, diezmado por el hambre, la fatiga y el cansancio, estaba prácticamente abandonado a su suerte.
Desembarcar fue una aventura dramática. Trasladarse con el agua a la barbilla, entre la maleza y el lodo, dos kilómetros hacia afuera, intentando proteger las armas y la vida ante el incesante fuego de la aviación enemiga, es otra gesta gloriosa en las páginas de nuestra historia.
Tres días después llegaría su bautizo de fuego en el combate de Alegría de Pío, cuando intentaban internarse en las montañas de la Sierra Maestra. Allí definitivamente quedaría sellada la voluntad explícita de liberar a Cuba al precio que fuera necesario, en el histórico grito salido de la garganta de Juan Almeida Bosque: “¡Aquí no se rinde nadie…!”.
El reencuentro en Cinco Palmas entre Fidel y Raúl fue el cierre definitivo de la firme decisión de vencer o morir. Es la ocasión en que el jefe de la Revolución, al comprobar que están juntos ocho hombres con siete armas, exclama: “¡Ahora sí ganamos la guerra!”.
En todas las grandes hazañas ha de haber una dulce cuota de locura, para resistir, para aferrarse a los imposibles, para conservar la fe en la victoria. El desembarco del Yate Granma se ganó por derecho propio una página dentro de la historia de las gestas independentistas, como el comienzo de la última etapa de lucha del pueblo cubano por su soberanía.
A 67 años de esta epopeya, se les recuerda en cada combatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que no por azar celebran en esa fecha su Día. Hombres y mujeres herederos del Ejército Rebelde, que tienen la honrosa misión de defender la libertad de una isla.