Recuerdo que al inicio de cada período de mi vida escolar mis padres hacían las anécdotas de su etapa como colegiales, sobre lo que implicaba en casa una queja de mal comportamiento en la escuela: semanas y semanas de castigo, sin contar los regaños frente a vecinos, compañeros o familiares.
A decir verdad, existían mecanismos un tanto radicales para exigir del estudiante ese respeto en clase, esa atención y dedicación al estudio que no deben faltar, al punto de que todavía algunos defienden varias formas de castigo físico como medio para obtener resultados eficaces. La metodología educativa se ha enriquecido y ha cambiado mucho desde entonces por ambas partes.
Estas modificaciones están presentes en el contexto actual, donde para nadie es secreto que nuestro territorio carece de maestros, reconocido en estas páginas por la Dirección Provincial de Educación, y también a nivel de país, debido a causas tan variadas como la emigración o el cambio de ocupación por mejoras económicas. Aun así, el sector pone en práctica una serie de estrategias y esfuerzos por paliar esta situación.
Al margen de lo anterior, en un plano aparentemente secundario, pero que cobra cada vez mayor prominencia, un fenómeno que suele incidir en la desmotivación de los educadores es la falta de apoyo familiar en la formación de los estudiantes.
Es lamentable que no todos los pioneros reciban la misma ayuda para conformar un trabajo práctico, ni que todos sean testigos de un diálogo equilibrado y responsable entre adultos para subsanar las dudas de una mala calificación.
Padres o tutores legales que buscan intercambiar regalos, dinero y demás ventajas de su posición económica por una nota en el expediente; otros, que se divorcian hasta tal punto del proceso educativo que reaccionan con exasperación o violencia ante un señalamiento pertinente del maestro, establecen con su actitud una ruptura en el desarrollo académico.
De forma más o menos directa, además del desentendimiento, en ocasiones se incita a los muchachos a manifestarse incorrectamente en la escuela, o se exige calidad y resultados del centro sin la más mínima intención de colaborar. Discusiones en público por defender un comportamiento inapropiado no solo demeritan al educador, sino que a menudo empoderan al estudiante de manera equívoca, por lo que a sus ojos acaban incidiendo en una percepción errónea de los roles implicados.
Son tan peligrosos estos sucesos como su reverso, dígase una proyección chabacana y antiética o el comercio de favoritismos por parte de quien debe ser ejemplo, lo mismo frente a la pizarra que en una conversación diferenciada donde atender preocupaciones concretas de su clase.
Existen profesores y familiares que no saben o no acostumbran a establecer una comunicación efectiva con niños y adolescentes, la cual requiere la incorporación de códigos diferentes, surgidos de los nuevos escenarios tan analizados desde la Psicopedagogía. Dentro de dichos códigos, incluso un factor complejo, y habitual motivo de regaños y discusiones, como es la presencia de la tecnología, puede convertirse en una herramienta a favor del aprendizaje y en un nexo de acercamiento entre adultos y jóvenes.
La educación debe ser el resultado de una alianza entre docentes y familiares, un puente establecido donde de un lado a otro se aporte sin contradicciones banales o irreconciliables, con la misión de incentivar el crecimiento intelectual y, no menos importante, reforzar los valores humanos.