Ficha técnica
Título original: Esperando a Dalí
Año: 2023
País: España
Dirección: David Pujol
Guión: David Pujol
Fotografía: Román Martínez de Bujo
Música: Pascal Comelade
Montaje: Jordi Muñoz Salló
Reparto: José Garcia, Iván Massagué, Clara Ponsot, Pol López, Nicolas Cazalé, Paco Tous, José Ángel Egido, Vicky Peña…
Duración: Una hora y 54 minutos
Sin demeritar a los más esforzados o renombrados chefs de la gastronomía moderna, tiendo poco a extasiarme ante la llamada alta cocina, que para mí siempre se ha quedado más bien baja si la comparo con la tradicional. ¿Qué le voy a hacer, si no me siento servido en una cantidad lógica con esos platitos de diseño surrealista que parecen una burla a mi necesidad humana de saciar el apetito? Y en cuanto a Dalí… Creo que nunca dejaré de digerir a Dalí, ni tampoco que su arte me llene del todo.
O sea, como fisgón cultural me interesaban bastante poco los dos temas centrales de esta película. No, los tres, porque lo de Cataluña está tan presente como lo otro. Pero aún así, y es a donde quiero varar, tengo muy claro por qué me ha recordado a la sazón del mejor cine y me ha resultado cercana, mágica, arrebatadora… ¡Toda una masterpiece de la delicatesen!, como exclamaría cualquier turista de paladar excitado al visitar El Surreal, el restaurante de Jules (José Garcia); estos últimos, respectivamente, lugar y personaje hechos para pasarla bien, que se vuelven como el bar y el bartender de tus noches regulares, o la esquina y el amigo de tus tardes de conversación con el sol arropando tus sueños en el horizonte.
Es muy fácil de explicar la razón a la que esto se debe: si bien existen películas para todas las admiraciones posibles, a profesiones y localidades y personas y axiomas y vicios, a veces tenemos el ejemplo de que usted, pescador empedernido, puede aborrecer una adaptación de El viejo y el mar de Hemingway, o el policía desdeñar un proceder típico de thriller mal documentado, o yo, periodista, aborrecer un paradigma de mi profesión en pantalla como Todos los hombres del presidente.
No obstante, aunque hay numerosas excepciones para reconciliarnos con la representación pública de nuestros más íntimos procederes, suele suceder que una película salida de la nada, que no tiene en absoluto que ver con nosotros ni por el tema ni por la época que retrata ni por los personajes que la transitan, en cambio nos llega poderosamente por el tono, el color, el tratamiento de algo ajeno a nosotros, hallazgos casuales que o bien dejas o bien te acompañan por el resto de tu cinefilia, el brillo en los ojos de José Garcia contemplando el Mediterráneo, la manera en que sonríe Iván Massagué…; en definitiva, por la inexplicable sensación de que vale la pena sentarnos a dialogar con ella como si de un encuentro interesante se tratase.
En ese sentido, tras una pequeña racha oriental que llevo de repaso a katanas de la Yakuza y vírgenes suicidas perdidas en Tokio, y una vez establecido en la Costa Brava en vísperas del adiós del franquismo, Esperando a Dalí se ha convertido en lo más placentero que me ha brindado el cine en las últimas semanas, aunque también sepa amargo en ocasiones. Lo más luminoso, confortable y feliz, además de bien hecho, aunque por momentos parezca que tanta luz vale también para resaltar nuestras zonas apocadas y tristes.
A los pocos minutos, en cuanto vi a Nicolas Cazalé conduciendo con una mano y ofreciéndole con la otra una cerveza a Iván Massagué, y a este llevándosela a los labios, enseguida pensé: “Esto tiene algo que ver con Hawks, con todo el sentido de la amistad comprimida a lo largo y ancho de un fotograma”. Y para mi alivio, no me equivocaba, pues con gusto noto, intencionado o no, lo vivo que está el componente hawksiano no solo en las nociones de camaradería resolutiva o en el retrato de una mujer como Lola (Clara Ponsot) y la rivalidad masculina que provoca solo con pestañear, sino en el aspecto de que en cada nueva situación aparecida en la trama se hace evidente que en realidad no hay trama: se trata de una nueva integrante de ese género sin clasificación, fluctuante entre la comedia y el drama, del sosiego al riesgo y viceversa, que el director de ¡Hatari! (1962) ejerció hasta el final y Truffaut selló en La noche americana (1973, reconocida por el cineasta galo como influencia directa de ¡Hatari!).
Tenemos así tres películas de autores muy distintos, de ritmos y amplitudes de visión diferentes y muy personales, que parecen planificadas día a día tras el estirón mañanero, apaciblemente horizontales y cuidadas en los encuadres, construidas a partir de un guión a la vez sólido y flexible, en el que caben nuevas apreciaciones, nostalgias y ocurrencias. Como el chef Fernando (Massagué), quien todo lo anota en ese cuaderno que lo ayuda a concebir mejor las cosas, imagino a David Pujol sentado a solas al aire libre y añadiendo correcciones, tachaduras y frases a su propio libreto con la calma que solo brinda la orilla del mar. ¡Punto para Pujol! Las películas se me hacen más admirables cuando, además de bien pensadas, se notan disfrutadas.
Decía que entre un Hawks, un Truffaut y un Pujol tenemos tres cantos, pues, de letra concisa y melodía memorable, dedicados a la amistad y a la buena onda sin mayor ambición que aspirar a convivir con los personajes, como si los micrófonos se aproximaran tímidamente a los actores y el director aspirase a ser digno de escucharles desde una distancia a ratos prudente y a ratos atrevida, porque hasta lo que tiene que decir quien menos habla también resulta que puede ser importante y revelador; de modo que cada aspecto es digno de nuestra atención, y se sienten tan reales los trazos de un creador en las páginas del cuaderno que lleva a todas partes como la ambición desmedida de un fan por calar hondo en su ser admirado, o el deseo ferviente de justicia en manos de un inquieto revolucionario y la contradicción de un defensor de la paz que no duda en valerse de la violencia cuando lo considera oportuno.
La caza de Dalí es como la caza del rinoceronte en ¡Hatari! o la película a terminar en La noche americana: un propósito que cierra filas y aúna las fuerzas de un colectivo heterogéneo, diferenciado el mismo en sus orígenes, propósitos de vida y formas de pensamiento y acción según cada uno de sus miembros, pero un propósito que al fin y al cabo no les impide el disfrute de las horas muertas, salir por ahí a enamorarse o notar sentimientos agigantados entre ellos mismos, roces y reproches, escenas dedicadas a la preocupación individual antes de retomar la grupal, una bronca en equipo emprendida con el mismo compromiso que un cocinado de calidad o una batida de caza o el rodaje de un plano.
En este género sin nombre, la trama es la propia vida, y el tiempo de la vida dura lo que tarde el sol en ocultarse para echar a perder el plano. Lo cual no importaría, porque al día siguiente se podría poner de nuevo en marcha la maquinaria, y entretanto se interpone la noche para recibir a Dalí en medio del caos, para soñar con que el resultado de tanto trabajo despierte al menos un poquito de admiración.
Ah, los sueños… Hay muchos, más o menos comprensibles, repartidos entre todos. Hasta la entera comunidad hippie promulga uno que se desvanece como la espuma. Pero esta no es una película sobre lo que se sueña en sí, sino sobre el proceso de soñar y la magia de luchar por llevarlo a cabo. La fotografía de Román Martínez de Bujo lo prueba: es sublime de principio a fin.
Y si de dar mi insignificante aprobación a Pujol se trata, en materia de cine y no de gastronomía o erudición daliniana, por si lo anterior que he dicho no bastara diré que Esperando a Dalí aborda los sueños y acaricia la gran ilusión de vivir con la ternura de Renoir. Rehágase en el acto la película entera si miento, allá en el purgatorio, con Jean Gabin en el rol de Fernando y Marcel Dalio en el Jules.