Tres meses después: la Gran Muralla china

Cuando pienso en qué contaré sobre China, siento que no podré describirla, que cuatro meses no alcanzan para entender su cultura, ni su historia.

Tres meses en China y sigo sin creerme la acumulación de saberes, memorias y afectos que han sido estos 90 días. Semanas de crónicas y viajes, de emociones inexplicables, de contradicciones, de desorden interno y externo, de miedos a flor de piel y también un tiempo de crecimiento, o eso me gusta pensar.

Y sin embargo, cuando pienso en qué contaré sobre China, siento que no podré describirla, que cuatro meses no alcanzan para entender su cultura, ni su historia, ni abarcar en estas letras la grandeza de su gente.

Días que se vuelven más intensos a medida que avanza la cuenta regresiva de esta aventura, de morirme de frío y dormir con la ventana abierta, de caer en cuenta que probablemente no regrese a los lugares que tan feliz me han hecho en este tiempo. Noches de insomnio y de meditación, de audios extensos con mis amigos de Cuba, de videollamadas cada vez más ansiosas y de planificar el regreso y los reencuentros.

Una semana de cerámica, tejidos chinos, de modernidad e inteligencia artificial y también de extrañar la algarabía, el olor a tierra mojada, mis plantas casi moribundas, mis calles prometidas. De buscar constantemente la bandera entre tantas otras, de sentirme más cubana que nunca.

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Si un lugar es de obligada visita en China es la Gran Muralla, y no solo como una de las siete maravillas del mundo o por lo impresionante de su paisaje, sino por lo simbólico de esta gigantesca construcción erigida hace más de 2000 años y que supera los 8851 kilómetros de longitud.

Los chinos presumen de la muralla con el orgullo que merece un sitio como este, pero especialmente se precian de exhibir un muro de contención meramente defensivo y resaltan cuando lo explican uno de los elementos claves de su historia y de sus principios: China jamás ha iniciado ningún conflicto armado, solo se ha defendido ante el ataque de invasores desde épocas antiguas. De ahí que la muralla, esta obra gigantesca que atrae a millones de turistas cada año, sea además un símbolo de la nación.

A la muralla la descubrí de noche por uno de los puntos de acceso desde Beijing. Para entonces cumplía mi primer mes en China y fue simplemente deslumbrante, desde los espectáculos de baile, las esculturas y las luces hasta lo extraordinario e indescriptible de su paisaje. A una altura suficiente para disfrutar los 20 grados de temperatura en medio del verano chino, y eso sí, con una emoción inmensa, desandamos escalones que nos agotaron pero plantamos bandera, bailamos casino con Los Van Van y fuimos muy felices esa noche, viviendo quizá, el sueño de muchos amigos y familiares.

Pero algo nos quedó muy claro a todos después de esa noche: había que volver. La oportunidad llegó dos meses después con altísimas expectativas que fueron simplemente superadas. El recorrido esta vez fue a través del distrito Huairou y en un tramo diferente pero igual de hermoso. Las imágenes hablan por sí mismas. Solo diré que luego el recorrido en barco, el trayecto entre árboles centenarios y columpios de madera; tras avanzar paso a paso, dándonos ánimo entre todas, subir con el último aliento 470 escalones y recostarse en el suelo a respirar agitados y disfrutar el triunfo de estar en la cima, no se regresa igual.

Se le considera además la mayor obra de ingeniería desarrollada en la historia. Su construcción, motivada por la defensa ante la invasión de tribus vecinas, especialmente mongoles, abarcó diferentes épocas, pero la idea de defender el imperio fue siempre una prioridad para los soberanos chinos. Cada uno de ellos desarrolló parte de lo que hoy se considera como la muralla, que no es más que varias de ellas entre sí extendidas por las regiones de Jilin, Hunan, Shandong, Sichuan, Henan, Gansu, Shanxi, Shaanxi, Hebei, Quinhai, Hubei, Liaoning, Xinjiang, Mongolia Interior, Ningxia, Pekín y Tianjin.

La Gran Muralla atraviesa desiertos, acantilados, ríos y montañas de más de 2000 metros de altitud. Se divide en diversos tramos y aprovecha los accidentes topográficos como prolongación natural de sus muros, construidos por esclavos y mediante diversas técnicas que fueron perfeccionándose con el paso del tiempo.

En todas las etapas históricas se usó como base principal la técnica creada por la dinastía Qin: la tierra apisonada, solo que a medida que pasaban los siglos fueron introduciendo más recursos constructivos.

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En la dinastía Han comenzó a usarse grava arenosa, ramas de sauce rojo y agua. Por su parte, la muralla de la dinastía Ming se caracterizó por el perfeccionamiento técnico, gracias al desarrollo de las tecnologías de construcción en la Edad Media. En este caso, ya no se limitaba a tierra o grava apisonada, sino que estas eran protegidas por un sistema de paramentos de roca o ladrillo que se fijaban usando un tipo de mortero casi indestructible, hecho con harina de arroz, cal y tierra.

Las torres de vigilancia, otro de los elementos distintivos, eran edificaciones alzadas verticalmente por encima de los muros, para divisar el ataque enemigo a tiempo y alertar a las tropas. Se ha contabilizado la existencia de cerca de 24000 torres de aproximadamente unos 12 metros, mientras que los muros miden alrededor de siete.

La vista que se pierde intentando el final, el lago, la bajada en teleférico, el café del regreso, la sensación de estar ahí, de llevarse a casa un recuerdo –el recuerdo– que jamás imaginaste atesorar. Un sueño cumplido, un instante, apenas unas horas que desde ahora, lo sabes, se ha instaurado para siempre en la memoria.

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Tres meses rodeada de personas únicas, de las que te consienten, te cocinan y buscan los medicamentos si te enfermas. Gente que te invita a comer y luego a café y más tarde a sobremesa mientras te hace trucos de magia. Amigos que te llevan al teatro, te regalan flores, barquitos de papel y hasta te despiertan de mañana para que no te quedes durmiendo.

Nuevos integrantes en el grupo, teatro de títeres y cumpleaños sorpresa. Gente que jamás pasaría desapercibida en estas calles, gente de risa estridente que de a poco va dejando huellas no solo en mi acento o en el lenguaje: también en el corazón.

Beijing en otoño y sus hojas amarillas, sus hutongs silenciosos, los densamente transitados, las calles comerciales, los inciensos y las artesanías. Las mujeres glamurosas y el miedo a broncearse, los termos de té y los olores agridulces, ahora volando en medio de cada ventarrón de aire helado.

Beijing y sus anillos, los puentes peatonales, sus lagos con flores de loto y pomposas esculturas de jardinería. Una ciudad que, sin ser particularmente hermosa, sorprende con sus luces nocturnas, sus templos, los contrastes y la imponente magnificencia de sus plazas.

De esta ciudad con más de 3000 años de historia y 22 millones de habitantes nos vamos despidiendo poco a poco, y lo hacemos conscientes de lo que significa, de la nostalgia que desde ahora despierta y del adiós necesario e inevitable. Ya te extrañamos, Beijing.

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Sobre el autor: Lisandra Pérez Coto

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