Cada mañana, de camino al periódico me detengo unos segundos a observar a los pescadores de camarones rastrillando el fondo del mar con una pandonga.
Una pandonga no es más que un jamo grande para arrear con soga o impulsar mediante un cabo de madera.
Siempre me pregunté si ese ejercicio fatigaba mucho, pues antes de la salida del sol, o entrada la noche, veía a los pescadores recorrer la playa una y otra vez, en una faena interminable.
En varias ocasiones aseguré que yo era excelente pescador de crustáceos y mucho mejor cocinero. Me valía de esas argucias de amante, quizá por aquello de que el amor entra por la cocina.
Pero como siempre digo, la vida obra de forma misteriosa, y cierta vez un amigo me convidó a pescar camarones con pandonga y sin pensarlo dos veces asentí.
Hacia el mar nos dirigimos, y yo iba con el entusiasmo del niño que llevan al parque de diversiones. El lugar escogido fue la playita Los Pinos, que queda aproximadamente a tres o cuatro cuadras de mi casa.
Al llegar, el agua estaba muy agradable y yo muy ansioso. Por primera vez pescaría camarones y me sentí importante, sumergido en una gran labor, emulando a los viejos pescadores.
Ya en el agua, constaté que el trabajo no era muy fuerte. Arrastramos el jamo varias veces, y cada cierto tiempo extraíamos los camarones, pero también apresamos jaibas, pequeños peces plateados que nombran mojarras, algún que otro caracol y lenguados, que los pescadores llaman “tapaculos” porque son achatados y asemejan un parche.
Según me contó Nino, el amigo a quien acompañé, cuando la pandonga se acerca a los camarones, estos saltan dentro del jamo. En cada recorrido capturamos alrededor de una docena, pero no eran muy grandes, del tamaño y el grueso de un dedo quizá.
Pero de ese tamaño, según Nino, le dan exquisito sabor a un rico enchilado o una tortilla. La tarea no es muy ruda, pero sí fatigosa. Cuando llevas un trecho y has sacado varias capturas, las piernas empiezan a flaquear. Y como el jamo viaja rasante, se introducen muchas algas marinas que dificultan el trayecto.
A esa hora reinaba la calma, apenas se sentía la brisa marina. El mar era un espejo y las luces de la ciudad se reflejaban en el agua. Nino hablaba de sus amores pasados, de aquella muchacha que conoció en La Habana y a la que en apenas unos días llegó a amar con profundidad. De aquel amor logró conservar una foto.
Yo apenas hablaba, concentrado en mi bautizo como hombre de mar, o de orilla, para ser más preciso. Hasta creí ver cómo algunos camarones saltaban a flor de agua. Supe después que los peces pequeños emergen a la superficie cuando se sienten atacados por una especie mayor.
Nuestra pesca duró dos horas aproximadamente. Llegamos a las 8:30 p. m. y sobre las 10 de la noche ya estábamos de vuelta con un cubo casi mediado de camarones, jaibas y mojarras, porque de los «tapaculos» no se aprovecha nada.
Al llegar a casa era muy tarde para cocinarlos, pero mi madre aseguró que haría un exquisito enchilado. A mí me sabrían a manjar de los dioses, no solo por la sazón de la vieja, sino porque me sentía un experimentado camaronero.
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