El Cinematógrafo: Aullidos

En homenaje a Robertico, gran enfermero, mejor amigo y amante incondicional del cine de terror, fallecido en el transcurso de la última madrugada.

Ficha técnica:

Título original: The howling

Año: 1981

País: Estados Unidos

Dirección: Joe Dante

Guión: John Sayles

Fotografía: John Hora

Música: Pino Donaggio

Montaje: Joe Dante

Reparto: Dee Wallace, Dennis Dugan, Patrick McNee, Christopher Stone, Belinda Balaski, Robert Picardo, Elisabeth Brooks, Dick Miller John Carradine…

Duración: Una hora y 30 minutos

Ayer fue viernes 13. Cuando cayó la noche, el sueño me pesaba tanto que no tuve siquiera tiempo para elegir un entretenimiento en honor a la fecha. Ni Jason, ni Freddie, ni Michael… No, Michael no, él es Halloween, debería quedarse en todo caso para el 31 de octubre, si es que entonces tengo energías. Así que anoche caí, pues, rendido mucho antes de la hora bruja, esa en que criaturas de todo tipo pululan en las mentes de guionistas hambrientos, mitómanos incorregibles y asustadizos amateurs.

Pero esta mañana desperté con ese instinto sabatino que te pide una película específica, la que realmente quieres ver por más intercambiable que sea, y que muchas veces se refresca con el descubrimiento de una obra maestra, de esas que se vuelven TUS obras maestras, donde solo supusiste que había un entretenimiento pasable cuando más. Y entre la vasta galería de monstruos más o menos antropomorfos para elegir y recomendar, en saludo al aún palpitante viernes 13 escojo a la especie que más me ha fascinado con perdón de los vampiros: los licántropos; y de todo el cine de hombres-lobo, no exento de maravillas, a los de Joe Dante.

Aquí mi instinto se remontaba a numerosos sábados de muchos años atrás, cuando me intrigaba hasta la indecisión lo poco que sabía de este guión de John Sayles puesto en acción por Dante, hijos ambos de la “Corman factory” –hay cameo del propio Roger Corman en una cabina telefónica, a poco de empezada la función– y descendientes de ese raro linaje capacitado desde la pura serie B para acabar mostrando con mayores presupuestos y libertades creativas su extraordinario talento como parte esencial del nuevo Hollywood –ahí entrarían Coppola, Bogdanovich, Scorsese, el Nicholson intérprete y cineasta, y un largo etcétera–.

Aullidos, por tanto, está hecha para entretener con un plus de sabiduría y dominio del tema y de lo que se hace, al punto de que no conozco una revisión del ancestral apartado fílmico del hombre-lobo que la iguale en respeto, profundidad y armonía a la par que en originalidad, sentido del humor y modernidad, ni con tanta eficacia técnica pese a lo mucho que ha llovido en efectos especiales.

Sí, El lobo humano (1935, Stuart Walker) y El hombre lobo (1941, George Waggner) son maravillosas y merecen ser repasadas, al igual que La maldición del hombre lobo (1961, Terence Fisher), Un hombre lobo americano en Londres (1981, John Landis), En compañía de lobos (1984, Neil Jordan) o, cómo no, Lobo (1994, Mike Nichols); pero Aullidos tiene algo que nunca le supuse y me tomó por sorpresa: su increíble poder metafórico, con respecto a la licantropía como temática folclórica y añadido cultural a través del cine gracias al guionista Curt Siodmak (hermano de Robert Siodmak y responsable de que la luna llena, las balas de plata y el componente romántico quedasen inmortalizados), además de que dicho poder se manifieste con tanta modestia. Sin la menor petulancia, desde una humildad casi de niño que no llega al mostrador de la tienda esotérica y aspira a abarcarlo todo, Aullidos analiza la licantropía desde el punto de vista antropológico, sociocultural, científico, sexual (en una escena de erotismo atroz y escalofriante)…

Cierto es que sigue tan fresca, actualizada y viva, con un guión tan redondo, realista e inteligente, que no he sentido hasta hoy la necesidad de devorar sus secuelas. En ese sentido me ocurre parecido al Tiburón (1975) de Spielberg: el impacto causado en mí por el mundo que me ha revelado el director en una obra única y contundente, a través de sus códigos visuales y argumentales, aunque ha pasado algún tiempo permanece tan reciente que a uno le da un poco igual consumir segundas o terceras partes cuando ahora mismo la tentación de gastar la reproducción de Aullidos I o Tiburón I es mucho mayor, lo cual no quiere decir que la intención no exista, solo que es menos fuerte que en otras ocasiones, ni que las continuaciones tengan que ser malas porque sí.

Por cierto, es con esta y no con Gremlins (1984, producida por Spielberg) que Dante se hace tan sinónimo de los 80 como Spielberg. En su habilidad atmosférica y en el tono narrativo, en las angulaciones de la cámara, en la duración y textura de los planos, retoza el espíritu de una época; de ahí brota el ritmo apacible y aún asimilable que el cine perdió poco después con la tendencia de acelerar la edición y multiplicar excesivamente sus efectismos, contexto del que han salido ilesos muy pocos de quienes ya venían creando.

La velocidad de un buen thriller era entonces más pop que punk, sin demeritar ese punto brutal, “casi crudo”, que el público necesita cada cierto tiempo y no siempre le es ofrecido con calidad; y precisamente uno de los encantos y aciertos mayores de esta película es que su estructura, no solo el comienzo, es la de un thriller como de un De Palma –¿casual que la música sea de Donaggio?– rebajado: un ejercicio de suspense habitual, incluyendo trastornos y teorías conspirativas muy al uso en el personaje de Dee Wallace, con inclinaciones al subproducto sensual a lo Morgan Fairchild por las que afortunadamente no se llega a transitar.

A su vez, aunque latente desde un inolvidable arranque que podría servir de videoclip al Voyeur de Kim Carnes y anuncia la adicción al vídeo que recorrería la década arriba y abajo, la derivación al fantastique, imprescindible para los ansiosos que entraron en la sala oscura para ¡ver a los lobos!, tarda en llegar, pues prácticamente han transcurrido unos 40 minutos antes que veamos la primera bestia peluda, la que ataca a Chris (Dennis Dugan), y para nuestro fastidio apenas atisbamos su silueta. El festín litúrgico-lobuno está más cerca del final, y a él conduce un orden situacional muy bien dosificado.

En el campo de los efectos especiales, tanto Un hombre lobo americano en Londres como Aullidos implicaron un avance significativo en la representación realista de seres imaginarios, esfuerzo de gente como Rick Baker o Stan Winston que la industria no tardó en desestimar tras el auge de la digitalización. Las transformaciones del propio Dugan, Elisabeth Brooks o Robert Picardo asombran por su autenticidad y el alarde de maquillaje y demás accesorios de prestidigitación que suponen, otorgándole al film un encanto muy identificativo, tan hondamente tribal que lo hermana con muy pocos semejantes.

Por último, si hiciésemos una antología de gritos en la historia del séptimo arte, ¿cómo no situar el de Dee Wallace al final, perteneciente por lo que se sabe a la garganta de la actriz, sin mayores trucos? Cada vez que las costumbres de los otros me recuerdan la existencia de fechas señaladas para pasar miedo o rendirle honor a esta compulsión cardíaca, como este viernes 13, me acuerdo del aullido.

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