No es que faltaran las palabras, es que la sensación se escapaba y la definición quedaba endeble y lejana. ¿Qué es lo que tiene Matanzas que no se va de dentro, aunque hace ya siete años que no vivo en ella? ¿Por qué me siento en Matanzas cuando escribo y cuando amo y cuando soy feliz? ¿Por qué, si lloro, me parece que lloro en Matanzas?
La respuesta podría ser tan básica como: porque eres de allí, porque allí naciste y te hiciste adulta. Pero no. Hay algo más. La serenidad de Matanzas me impregna y me define, aun en un entorno superpoblado, salvaje, rapidísimo. Yo fluyo lento, al ritmo de una urbe que no habito, pero sí, porque ella me habita.
Con esa suerte magnética de los aniversarios, he pensado mucho en mi ciudad natal que va a cumplir 330 años, y en todo lo suyo que me pertenece: la entrada a la playa de Bueyvaca con sus flores despeluzadas y olorosas, las yagrumas de Cabarroca, el parque de los Pinitos, la grúa vieja del San Juan, el Parque de la Catedral, los olores de las bibliotecas Gener y Del Monte, y Antonio Guiteras; y el pasillo de la vocacional Carlos Marx, donde leí por primera vez Los pasos perdidos…, y en cosas que ya no existen pero que me hicieron, como el pan de gloria y el refresquito de botella de cinco pesos en la cafetería del Louvre, el grupo de teatro infantil de Miriam Muñoz, el chirrido del tren de Hershey, Carilda…
En Matanzas está la casa familiar que ahora no es nuestra, pero que siempre será mi casa; está el hogar de mis padres, que me ata; y están mis hermanas, y mi sobrina, y personas entrañables. Están los recuerdos, que es la forma más sólida de pertenencia que conozco.
Atrapada en ese «todo te debo», vine a dar con un fragmento de texto que aclaró mi sentimiento. En una entrevista que le concediera a Pedro Juan Gutiérrez, y que está recogida en el libro Escritores peligrosos, el pintor Ever Fonseca dijo de Matanzas: « ciudad maravillosa, que lo hace sentirse a uno con una historia detrás, con una seguridad en el tiempo. Una ciudad madura, con una herencia y un peso histórico que te hace sentirte más respaldado, eres alguien que tiene un pasado».
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Y eso es, gracias a ella soy alguien con pasado, uno que va más allá de mi biografía personal. Gracias a Matanzas, sé que ninguna pared calla y que la poesía es oficio de inocentes, solitarios y locos, locos felices o desgraciados, según se mire; y que cuando la poesía te elige, más vale entregarse o morir de tedio.
Gracias a Matanzas tengo a Milanés y a Marta Valdés, y la certeza de que «absolutamente ningún amor es infinito»; y a Vigía, y al Museo Farmacéutico con su energía de casa aún tomada.
Gracias a Matanzas el mar es un motivo y una compañía, y puedo orientarme siempre con los pies sobre la tierra y el alma en cualquier parte; gracias a ella defiendo mi derecho a desordenarme, y mi creencia de que el arte es una forma inigualable de hacer vivible la vida.
Gracias a Matanzas tengo más de tres siglos de susurros, rumores, palabras, lágrimas y cantos; una argamasa de impasibilidad, la matanserenidad que identificó y nombró el poeta.
Y gracias a ese acumulado de existencia, soy una matancera ausente, que es como decir una que se fue pero allí sigue, ajustada a sus relojes, a su modo único de sentir el tiempo, de tener «hueso», de buscar ilusiones en todas las calles del Medio, y de llevar la ciudad detenida en la sangre. (Foto: Raúl Navarro)