Un bombero de estirpe heroica

Un bombero de estirpe heroica

El joven Lian Michel Balsinde Pino asiste con cierta frecuencia al Panteón de los Caídos por la Defensa de la Patria, ubicado en el Cementerio San Carlos de Matanzas. Allí yacen los restos de su abuelo paterno, combatiente internacionalista a quien le arrebataron la vida en Angola. Las reseñas históricas recogen que fue salvajemente torturado por fuerzas sudafricanas, mas no lograron arrancarle una palabra que delatara la posición de sus compañeros de lucha. Al morir, contaba con los grados de Capitán de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Aunque Rigoberto Balsinde falleció a mediados de los 70, Lian creció rodeado de la aureola heroica que siempre le despertaba el orgullo de pertenecer a la estirpe de un héroe reconocido por sus hazañas. Desde pequeño se le hizo costumbre depositar una flor en el nicho del combatiente, aunque en los últimos tiempos se le ha visto llegar al camposanto con varios ramos, porque desde agosto del 2022, en el mismo lugar, descasan otros seres queridos, que eran jóvenes como él, y con los que compartió risas y peligros hasta que un trueno cayera sobre la Zona Industrial de Matanzas, provocando uno de los desastres más letales que se recuerden en el país.

Con 25 años, hacía ya un lustro que el muchacho se había desmovilizado del Ministerio del Interior, donde había prestado servicio como bombero. Recuerda que en la tarde del 5 de agosto jugaba fútbol y que había tronado fuerte. Fue su otro abuelo quien le advirtió de un accidente en el área de Supertanqueros.

La primera reacción de un bombero, aunque ya no milite en el comando, consistirá en buscar información y acudir a cualquier incendio si precisan de su ayuda. Algo que sabía muy bien su madre y a lo que se opuso tajantemente. Incluso cuentan que hasta le ocultó un viejo uniforme que conservaba en el escaparate.

Pero el lazo que une a los hombres y mujeres que pertenecen a este Cuerpo es tan fuerte que nada ni nadie logrará detenerlos, y hacia allá partió el bombero, no sin antes confesárselo al viejo patriarca de la casa, quien conociendo la resolución del nieto solo atinó a comentar: “¡Ve! ¡Pero cuídate, mijo!”.

A la madre la engatusó con la idea de que permanecería en un puesto de mando recopilando información.

Antes de partir se había comunicado con sus compañeros del Comando 1 y, ante las noticias nada halagüeñas, se dirigió al cuartel primero, y a la primera línea de fuego después. El escenario era complejo, peligroso, pero había que atacar el incendio a toda costa.

Serían las dos de la mañana del sábado 6 de agosto cuando ya ocupaba un lugar junto al resto de la tropa que lanzaba agua sobre el gran tanque de combustible.

Recuerda, a un año del siniestro, que al arribar al lugar saludó a su gran amigo Elier Manuel Correa. Fue cosa de segundos, un abrazo, alguna sonrisa cómplice, y sin apenas mediar más palabras cada uno se dirigió a su posición.

Sería esa la última vez que se saludarían. Tres horas después sucedería una gran explosión que estremecería la ciudad y el alma de cada bombero cubano, al saber que la gran onda expansiva y la lengua de fuego acabaría con la vida de varios valientes, entre ellos su amigo Elier.

Lian se salvó de milagro. Aunque esa palabra puede crear sentido de culpa, porque un bombero siempre espera que el milagro llegue a todo el grupo. Sentimiento que le inculcan desde que se colocan la capa, el casco, las botas y salen a enfrentar las llamas por primera vez.

“Todos entran, todos salen, no se queda nadie adentro nunca. Somos una familia, nos protegemos”, asegura Lian. “Nos cuidamos las espaldas, velamos por la protección del otro constantemente”, de ahí el golpe devastador que representó para esos valientes la gran explosión del 6 de agosto, que alumbró todo el cielo de la ciudad abruptamente y de la cual varios no pudieron salir.

No sabe por qué, pero justo antes de esa explosión él estaba junto al muro del cubeto y durante el fuerte estruendo pudo resguardarse tras un vehículo. El fuerte golpe de calor no le hizo mucho daño. Sabía en ese instante que Elier no lo había logrado.

Un bombero de estirpe heroica

Lian no estaba muy claro en qué consistía la labor de un bombero cuando asumió como soldado. No estaba consciente del todo hasta aquella vez, en Jagüey Grande, al descender un pozo de 10 metros para salvar a un niño pequeño. Logró extraerlo del orificio sano y salvo, solo con algunos golpes leves en su pequeño organismo. Pocas cosas le han impresionado tanto en la vida como los ojos agradecidos y llenos de lágrimas de la madre. Justo en ese instante entendió la importancia de su labor. Cada mañana ella se llegaba hasta su unidad para agradecerle y abrazarle.

Pero no todas las salidas de la unidad tienen final feliz. Bien lo sabe Lian, quien habla con un nudo en la garganta cuando rememora el accidente del Supertanquero. No fueron dos, ni tres explosiones, rememora. “¡Fueron más de 10! Con el paso de las horas llegamos a entender el lenguaje del fuego. Nos avisaba, primero rugía, después sentíamos un silbido, y seguidamente el ¡Baaam! con la llamarada hacia el cielo y la onda expansiva hacia todas direcciones. Solo transcurrían milésimas de segundos, pero en ese breve tiempo lográbamos guarecernos”.

Al tener certeza de la muerte de sus compañeros asegura que sintió una especie de odio hacia las llamas, junto a la resolución de extinguirlas, derrotarlas, a cualquier costo.

“Aquello era un infierno. Te echabas un pomo de agua en la cabeza y se evaporaba antes de llegar al cuello. El líquido te quemaba. La capa echaba humo. Estuve cuatro días sin bañarme, y casi 48 horas sosteniendo una manguera. Solo bajaba a comer y regresaba a mi posición. No sentía el cansancio mientras estaba frente al tanque incendiado. Cuando llegaron los refuerzos comenzamos sentir el avance, primero lo controlamos y luego le asestamos la estocada final”.

Victoria que no pudo constatar, porque días antes sufrió un severo golpe en la cadera al huir de una de las explosiones. Con el paso de los días notó cómo se le inflamaba la cintura y el área estaba adormilada. Los superiores tomaron la decisión de enviarlo al hospital. Tras el tratamiento regresó a casa y al poco tiempo conoció de la extinción del siniestro.

Ha pasado un año y narra las vivencias con gran exaltación. Asegura que ya logra dormir sin sobresaltos y no sueña con aquellas jornadas amargas. Solo cuando siente un trueno se sobrecoge un tanto. Aprendió a respetarlos y conoce lo que pueden desatar.

En su celular conserva las fotos de aquellas horas, también de la medalla que desea entregar a una de las madres de los caídos. Sabe que nunca podrá olvidar aquel suceso, será un recuerdo que siempre viajará con él, al igual que los rostros de sus amigos héroes. Esos que permanecen en el mismo panteón de su abuelo combatiente, de quien heredó la estirpe de enfrentar el peligro.


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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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