Se abre la puerta y entra el viejo Santiago, acompañado de Ana, su mujer.
Santiago empuja una silla de ruedas, en la que reposa un anciano robusto, de facciones desvaídas y unos ojos que alguna vez fueron verdes o azules. A pesar de su aparente fragilidad, el señor parece desprender vida por los cuatro costados.
―Bueno, por fin llegamos… ―Santiago da un giro, y arrastra la silla hasta el centro de la sala, justo enfrente de mí―. Aquí donde tú lo ves ―dice, y palmea los hombros del anciano―, este es el único fundador del Hotel Internacional que queda con vida: la historia hecha persona.
El señor sonríe, casi que a modo de mueca, pero en sus ojos se percibe todo el orgullo que siente al escuchar aquellas palabras.
―Francisco Peraza García ―se presenta, extendiéndome la mano―. Mejor conocido como Panchito.
Estrecho entonces aquellos dedos nervudos, fuertes a pesar de los años, y siento sobre mi mano el peso de la historia. Santiago permanece de pie, sonriendo, y su esposa se acomoda detrás de la máquina de coser, junto al televisor. La puerta se queda abierta. Afuera ya es casi de noche, y en el foco de la luz revolotean los comejenes.
Hago el ademán de introducir la conversación, pero Panchito se me adelanta:
―Yo nací aquí en Varadero, el 24 de febrero de 1929… ―miro de reojo a Santiago, como preguntándole si debería detenerlo o no, pero este me da a entender con un gesto de las manos que no lo interrumpa―. Cuando aquello aquí no había luz, y teníamos que arreglárnosla a base de lámparas de lubrillante. El puente era de madera, y la gente vivía en casas de guano…
De pronto, Panchito se queda en silencio, como ensimismado. Sus ojos se dirigen hacia un punto fijo, justo entre el televisor y la pared. Al cabo de un largo mutismo, carraspea bien fuerte y retoma el hilo de lo que venía diciendo:
―Fueron pasando los años, hasta que empecé a trabajar en el Hotel Internacional. En el viejo, aclaro. Cuando llegué allí ya estaban echadas las tres placas, aunque todavía faltaba una pila de cosas: la cafetería, el bar, el cabaret… En fin, ¡todo lo de adentro! Y allí estuve hasta que lo abrieron, lo que no recuerdo bien qué día fue. Y nada, trabajé en el mantenimiento del Internacional hasta que me retiré. ¿Ya te dije que aquí en Varadero no había luz cuando yo nací?
Me quedo en silencio, sin saber qué responder. Santiago, al ver mi confusión, toma la iniciativa:
―¿Y el dueño del hotel cómo se llamaba?
―Míster Liebow.
―¿Americano?
―Sí, americano.
Santiago Ojeda tiene más de setenta años, y vive en Varadero desde que tiene uso de razón. Es bajito, incluso más que su esposa, y se pasa el día para arriba y para abajo en su bicicleta. Aunque en realidad no es tan pequeño, lo que pasa es que sus gorras de visera grande y los pantalones holgados con los que siempre anda dan la sensación de que no llega al metro cincuenta.
―Santi, por favor ―lo interrumpe Ana, alzando los brazos―, que la entrevista es sobre Panchito, no sobre ti.
Ana y Santiago están juntos desde hace 30 años. Ana se ha dedicado durante la mayor parte de su vida a la costura, aunque ya no tiene casi tiempo para sentarse delante de la máquina. Viven frente por frente a la casa de Panchito, en la propiedad que le dieron a Santiago cuando tuvo que abandonar el barrio de pescadores en el que vivió parte de su infancia y juventud. Allí también nació Panchito.
―Sí, sí, yo sé ―le responde Santiago―. Pero dile, Panchito, dile dónde tú vivías, dile cómo era Varadero cuando aquello.
―Bueno, yo tengo 94 años, y cumplo el 24 de febrero. Cuando nací, las calles eran de arena, porque aquí todavía no había llegado el chapapote, y existía un solo médico, en la calle 54. En Varadero no había nada. Ni agua. El agua la vino a poner Dupont…
―¿Usted conoció a Dupont?
―Y a José Iturrioz, y a toda esa gente. Dupont era ya un señor mayor cuando lo conocí.
―Y siempre andaba en bermudas ―interviene Santiago―. Él iba mucho por allá por el barrio donde yo nací, a conversar con los pescadores.
―¿Y usted trabajaba todos los días? ―le pregunto a Panchito.
―Sí, yo no descansaba.
―Entonces conoció a Fidel.
―Así mismo.
Fidel durmió en el Internacional la noche del 7 de enero de 1959, cuando visitó Varadero como parte de la Caravana de la Libertad. A la mañana siguiente, dio un breve discurso en las afueras del hotel y partió rumbo a Cárdenas con el objetivo de visitar la tumba de José Antonio Echeverría, para luego retomar el camino triunfal hacia La Habana.
―Las cosas han cambiado mucho y es cierto que antes una cerveza valía 20 quilos. Las cajas de cigarro, cuatro. El mazo de tabaco, uno-veinticinco. Con un peso tú comías y almorzabas, pero ¿dónde estaba el peso?
La pregunta se queda suspendida en el aire, como buscando algún alero donde asirse, mas no lo encuentra y el silencio se convierte poco a poco en un murmullo ensordecedor, mezcla de la resonancia del foco de la luz y los ruidos que se cuelan por la puerta. Afuera algunos niños juegan, se gritan, corretean detrás de una pelota. Ya se hizo de noche, pero allí están ellos, mataperreando todavía.
―¿Ya te dije que cumplí 94 años el 24 de febrero? ―retoma Panchito.
―Sí, ya ―le dice Santiago.
―Ah, coño, discúlpame. Es que yo soy un poco bruto, y la memoria…
―No digas eso, Panchito, no digas eso. Mira, háblale de dónde tú naciste, de cómo llegaste a este barrio.
―Bueno, yo soy nacido y criado en el barrio de Mijala, y trabajé en el Internacional durante toda mi vida. Ya yo tengo 94 años, y cumplo… ah, no, espera, que eso ya te lo dije…
―Estas casas que tú ves aquí ―me dice Santiago, señalando en derredor suyo―, las mandó a hacer Fidel cuando vio el estado en el que vivían los pescadores de Varadero. Este barrio se llama Reparto Granma, y el de al lado, 1ro de Enero, lo que le dicen La Pachanga. Nosotros antes vivíamos en la calle 50, frente al Mar del Sur, cuando la autopista no existía. Pescábamos desde el portal de la casa, y cuando la marea subía teníamos que encaramarnos arriba de las camas, hasta que le diera por bajar. Allí vivíamos una pila de gente, y había que buscarse la vida. Mi papá trabajaba en una bodega…
―Yo me acuerdo de tu papá ―lo interrumpe Panchito―. Flaco y bajito, igual que tú.
―El Waco también se parecía mucho a Santi ―agrega Ana.
El hermano de Santiago, Roberto «Waco» Ojeda, es quizás la mayor gloria deportiva que haya dado Varadero. Fue timonel de remo durante la mayor parte de su vida, y alcanzó un histórico quinto lugar en las Olimpiadas de Barcelona 92′. A Santiago le resulta increíble lo lejos que llegó su hermano, a pesar de haber nacido en el barrio más pobre de la zona.
―Chico, yo quiero hacerte una pregunta, tú que eres periodista. Las fotos históricas, como las de mi hermano cuando fue timonel del equipo Cuba, ¿no deberían estar en un museo?
―Sí, claro.
―¿Entonces por qué las de mi hermano no están en un museo?
―Bueno, debe ser porque en Varadero ya no hay museos.
―¿Cómo que no?
―En Cuba los museos son municipales, y al Varadero perder la condición de municipio perdió también la posibilidad de tener un museo. Ahora lo que hay es un Centro de Interpretación.
―¿Un centro de qué?
―Un Centro de Interpretación. Es como un museo, lo que sin piezas museográficas.
―¿Eh?
―Bueno… ―quise explicarle más acerca de los Centros de Interpretación, pero la verdad es que ni yo mismo entiendo bien el sentido que tiene quitarle a un museo los objetos que lo convierten precisamente en un museo.
Se hizo un largo silencio, del que nos salvó Panchito, que llevaba ya un buen rato sin hablar:
―A mí una vez me propusieron hacer del hijo de Tarzán en una película…
Santiago y yo nos miramos, con los ojos bien abiertos. Ana comenzó a reírse.
―¿Cómo que del hijo de Tarzán, Panchito? ―le soltó Santiago.
―Sí, chico, sí. El lío es que yo nadaba mucho, y un día se me apareció un americano en el hotel con aquella propuesta. Pero yo era analfabeto, y le dije que no, porque tenía miedo de que me cogieran para sus cosas… ¿Tú viste la piscina del Internacional? La del viejo, por supuesto ―otra vez la barrera infranqueable entre lo nuevo y lo viejo―. Bueno, yo me tiraba de un lado y salía del otro, nadando por debajo del agua.
―¿Usted no ha visitado el Hotel Internacional después de la reinauguración? ―le pregunto.
―No.
―Eso es increíble ―se cuestiona Santiago―. El único fundador del Hotel Internacional que queda con vida, y parece que nadie se acuerda de él.
―Ustedes sí se acuerdan de él ―le digo.
―Sí, pero no es lo mismo.
No supe qué responderle. Al fin y al cabo, ya Santiago lo había dicho todo con aquellas seis palabras. Por segunda vez en la noche, Panchito nos salvó del silencio:
―Yo tengo una promesa hecha, ¿sabes?
―¿Cuál?
―Ya yo tengo 94 años, y cumplo el 24 de febrero…
―Anjá.
―El caso es que yo sufrí un accidente una vez. Y prometí que, si volvía a caminar, iría de mi casa al policlínico con una vela encendida. Por suerte ya camino, lo que no encuentro velas por ningún lado. Pero igual, todos los días avanzo un tramito. Ya casi llego. Eso sí, caminando, no corriendo.
Panchito se ríe, y su carcajada es tan contagiosa que pronto los demás nos unimos a él. Verlo reír es toda una experiencia. Al fin y al cabo, su sonrisa guarda casi un siglo de historia, la de él y la de tantos. No pasa mucho tiempo antes de que el anciano mire su reloj y, al cerciorarse de la hora, anuncie que ya debería regresar a su casa, que se está haciendo tarde y a su edad no se puede dar el lujo de acostarse después de las 9. Santiago lo ayuda a salir, empujando la silla de ruedas.
Al verlos alejarse por el portal, bajar con cuidado la acera y cruzar la calle, una certeza se dibuja en el interior de mi subconsciente. Una certeza intrínseca, oscura y afilada, como un puñal de hierro clavado por debajo de las costillas: Panchito tiene 94 años, y cumple el 24 de febrero.
(Por: Humberto Fuentes)