Cuando el veterano Manuel* le abrió las puertas a aquellos jóvenes, ningún rasgo, ninguna frase, nada le advirtió que debía sospechar de ellos.
Desde días antes había colgado un cartel en su puerta donde anunciaba la venta de un fogón de gas de dos hornillas. Era esa la razón por la que la pareja llegaba hasta su casa. Solo querían conocer las características de la cocina.
Manuel recuerda ahora que tuvo que insistir más de una vez para que pasaran al interior de su hogar.
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Ella era muy joven y mostraba cierta timidez, por lo que el novio, un poco más desenvuelto, tomó la iniciativa. Ambos habían llegado en una bicicleta y temían dejarla afuera «ante la creciente ola de robos», frase pronunciada por la muchacha con cierto pesar, como si hubiera sido víctima reciente de alguna fechoría.
La casa de Manuel es pequeña, y desde la sala se alcanzaba a ver el fogón, pero según se animaba la conversación, y surgían temas y coincidencias, los visitantes avanzaron al interior y en algún momento el muchacho ya manipulaba el equipo para ver su funcionamiento.
«Qué gran suerte hemos tenido», le dijeron a Manuel, porque uno similar a ese era el que se le había descompuesto a la madre del joven.
«Una anciana muy dulce y noble, pero desde que se le averió el fogón de gas está muy triste», comentó la mujer, de unos veintitantos años.
Justo en algún momento señaló una foto de la sala, pues encontraba cierto parecido entre su suegra y el rostro que aparecía en la imagen, la madre nonagenaria de Manuel, recientemente fallecida. Ese hecho lo sensibilizó a tal punto, que despertó en él unos sentimientos de simpatía inusitados hacia aquellos desconocidos.
El dueño de la morada se elogiaba a sí mismo por el buen tino de colocar un cartel en la puerta para ofertar aquel equipo que ya no le resultaba útil. Gracias a su acción podría ayudar a una joven pareja, que a su vez, beneficiaría a una persona mayor necesitada de una cocina de gas en buen funcionamiento.
Lo único que le despertó cierta inquietud fue la premura con la que decidieron marcharse, justo cuando les había invitado a un café.
“Seguramente no quieren dejar a la anciana tanto tiempo sola”, se dijo para sus adentros mientras los despedía en la puerta. Ambos le prometieron que dentro de dos días volverían con el dinero.
Cuando se encontró solo nuevamente y fue a revisar el celular en el rincón donde había conectado para cargar la batería, cayó en la cuenta de que no estaba allí. ¡Tampoco su billetera!
Sintió una especie de golpe brusco en el pecho y se desplomó en el sillón. De nada valdría salir a la calle, seguramente estarían a gran distancia riéndose de su inocencia. Lo habían estafado y sintió un dolor profundo de desilusión.
«¿Cómo dos personas pueden aprovecharse así de una persona mayor?», se preguntaba Manuel. De improviso le vinieron a la mente sus tarjetas magnéticas en el interior de su billetera y salió como un bólido al banco más cercano para cancelarlas.
Desde ese día solo piensa en la gran actuación de esos malhechores. El propio Stanislavski hubiera quedado perplejo ante semejante desempeño actoral.
Repasando la escena de aquella fatídica tarde solo recuerda que fue la joven quien se apartó unos segundos de su campo visual, precisamente antes de reparar en la foto de su madre, cuando seguramente sustrajo el celular y la billetera.
Una preocupación mayor le embarga hasta provocarle una especie de escalofrío: ¿qué hubiese sucedido de capturarlos en el acto?
*La historia es real pero se decidió omitir el nombre del afectado
Dónde quedaron los valores revolucionarios de la juventud cubana?